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De libros

Una y todas las guerras

  • Asteroide publica los recuerdos de Yoram Kaniuk, el gran autor de 'El hombre perro'.

1948. Yoram Kaniuk. Trad. y prólogo de Raquel García Lozano. Asteroide. Barcelona, 2012. 248 páginas. 18,95 euros.

Al contrario que otros escritores israelíes contemporáneos como Amos Oz o David Grossman, Yoram Kaniuk es poco conocido entre nosotros, aunque Asteroide publicó en 2007 su extraña, perturbadora e inclasificable novela sobre el Holocausto, El hombre perro, que en realidad trata tanto de los horrores del exterminio como de su huella en la sociedad israelí de los sesenta, cuando fue originalmente publicada. La novela está de actualidad estos días por el estreno en España del filme de Paul Schrader Adam resucitado (2008), que adapta al cine la compleja y delirante, pero poderosa y conmovedora historia con la que Kaniuk inició su trayectoria literaria, protagonizada por un superviviente de los campos que logró subsistir haciendo literalmente de perro para un comandante nazi o ejerciendo como bufón para las víctimas que iban a ser gaseadas -incluidas su mujer y una de sus hijas- y tras la liberación vive en un psiquiátrico de Israel donde ayuda a exorcizar los demonios de otros locos, como él mismo, que consiguieron escapar pero llevan para siempre el infierno en sus cabezas.

El lúcido y terrible humor de la novela no fue bien recibido al principio, menos aún viniendo de un escritor -como apunta Gabi Martínez, prologuista de la edición de Asteroide- que no había vivido el Holocausto, aunque colaboró en la "repatriación" de centenares de miles de judíos europeos que abandonaron el continente -los que podían- para instalarse en el nuevo Estado. El contraste entre la orgullosa épica del nuevo Israel y las historias de sufrimiento y humillación transmitidas por los supervivientes de la Shoah, provocó fricciones durante la posguerra y fue una de las causas tanto del distanciamiento de Kaniuk como de la fría acogida reservada a su novela, considerada hoy una obra maestra de la narrativa contemporánea en cualquier lengua. Pero si en el caso de El hombre perro hablamos de la primera novela del autor, la de ahora es su obra más reciente, publicada hace sólo dos años.

Traducida directamente del hebreo, como la anterior, por Raquel García Lozano, 1948 ha sido muy bien recibida -explica la traductora- por los lectores más jóvenes, que se acercan a los libros de Kaniuk un tanto hastiados de las viejas batallas de los abuelos, pese a que el país vive desde su fundación permanentemente movilizado y el grado de adhesión a las hazañas bélicas excede con mucho al habitual de las sociedades occidentales. Kaniuk combatió en la guerra de la Independencia -que los palestinos, lógicamente, llaman de otro modo- cuando tenía sólo 17 años. Lo hizo en las filas del Palmaj, formado por miembros de las unidades de élite encuadradas en la Haganá -antecedente inmediato del Tsahal o ejército oficial del Estado de Israel-, vinculadas por lo general a la ideología socialista de los kibutzim. El escritor ya trató de su pasado militar en un ensayo titulado The Land of Two Promises (1996), escrito en colaboración con Emile Habibi e inédito en castellano. Para revisitarlo en forma de novela -o más bien de relato autobiográfico- el ya octogenario Kaniuk ha necesitado que trascurrieran más de sesenta años, y la espera no es que haya merecido la pena, sino que se antoja absolutamente necesaria -ni el escritor ni su país son los mismos que entonces- para una aproximación como la propuesta en 1948, impensable hace no demasiado tiempo.

"En la generación del Palmaj había un grupo de escritores que crecieron juntos". Frente a ellos, dice Kaniuk: "Yo llegué solo. De ninguna parte. Llegué de Estados Unidos. Del jazz. Mis libros tardaron mucho tiempo en comprenderse". Ello se debió también al peculiar estilo del autor, que llevaba a la práctica la lección vanguardista del modernismo y en particular un ritmo entrecortado de narración -puro jazz, en efecto- que junto a los pasajes alucinados y la yuxtaposición de fragmentos inconexos  son algunos de los rasgos reconocibles de su estilo. La visión de la guerra de Kaniuk -que fue herido en la contienda- no llega a cuestionar los mitos fundacionales del Estado de Israel, pero pone de relieve el modo más bien azaroso y no necesariamente heroico en que se consiguieron los objetivos de la emancipación del mandato británico y la expulsión de los árabes de Palestina. Como explica García Lozano, los autores de la generación del 48 sustituyeron el "viejo tema del destino trágico del pueblo en el exilio" por una identidad nacional y colectiva que invitaba a la acción arrolladora, y es de ese discurso homogéneo, euforizante, sin fisuras del que se separa Kaniuk, que siempre fue por libre.

No es tampoco una forma convencional de pacifismo lo que lo mueve, aunque su relato contiene una implícita denuncia del culto a la gloria o de las condiciones en que combatieron soldados muy jóvenes y fuertemente ideologizados. La de Kaniuk -poco o nada sospechoso de contemporizar con los árabes- es una mirada desmitificadora, por lo tanto, que no se opone abiertamente al relato oficial, pero lo matiza y sobre todo le presta encarnadura. En todo tiempo, las guerras las protagonizan en su mayoría muchachos que no son por fuerza conscientes, incluso en casos como el de Israel en que se decidía el destino de un pueblo, de estar haciendo Historia con mayúsculas. En este sentido, lo que el autor nos cuenta es la peripecia menuda o la intrahistoria de la vida en ese año crucial, sin erigirse en intérprete de los designios nacionales ni ir más allá de la mera -pero vívida, verdadera- evocación de los días de la milicia, sin ocultar la ingenuidad o los excesos de las tropas ni ciertos episodios chuscos, crueles o no demasiados honrosos. Muchos de los soldados provenían además de familias burguesas e iban a la guerra -lo seguimos viendo en muchos conflictos actuales- como a una aventura incierta pero excitante.

El impresionante epílogo, donde aparece un anciano ex compañero de armas que vive precariamente en una caseta de cemento situada junto al escenario de una antigua batalla, resulta bastante elocuente del modo desapasionado, pero no exento de emoción ni de esa variante del compromiso que excluye el embellecimiento de la realidad para fortalecer la propia ideología, en que el escritor contempla su pasado y el de su país. A juicio del autor, la proeza de fundar un nuevo Estado en la vieja tierra de Israel se logró casi por casualidad, a base de sangre y no escasa fortuna. Que para los palestinos el cumplimiento de ese sueño se convirtiera en el inicio de una pesadilla, es otra historia que aún no ha terminado, como sabemos, pero merecería ser contada del mismo modo por alguien, como Kaniuk, que se olvidara de las grandes palabras y volviera la mirada a los hechos para retratar, no a los caudillos ni sus arengas, sino el desastre que suponen todas las guerras.

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