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ANÁLISIS

Unidad de mercado y asimetrías fiscales

  • Andalucía está legitimada para exigir una financiación territorialmente progresiva, que favorezca la reducción de la desigualdad, y para plantarse ante cualquier iniciativa de fiscalidad regresiva

La construcción del Estado de las autonomías ha sido internacionalmente reconocida como ejemplar en múltiples ocasiones, pero también ha sido una tarea titánica debido a la necesidad de forzar el encaje de un elevado número de piezas de aristas imposibles. Entre ellas, algunas internas a las propias comunidades, como los localismos característicos de las relaciones de vecindad, aunque las más numerosas y variopintas han sido las de naturaleza política o ideológica.

Para muchos ha resultado particularmente difícil aceptar el concepto de una España diversa y plural, con elevadas aspiraciones de autogobierno, mientras que para otros el gran choque de trenes se producía cuando la demanda de una España asimétrica -es decir, de privilegios- se enfrentaba a otra basada en los principios de equidad, solidaridad e igualdad de oportunidades. A pesar de las dificultades, casi todos los focos de tensión parecían haber alcanzado un relativo estado de calma con la culminación del proceso de transferencias, pero al poco tiempo se pudo apreciar que se trataba de una falsa ilusión. Cataluña no iba a permitir que la calma política permitiera por fin abordar los aspectos económicos y financieros, el gran escollo todavía pendiente de resolver, y renunciar a sus aspiraciones elitistas de autonomía de Champions League.

El económico es, sin lugar a dudas, el flanco más vulnerable del experimento autonómico y, desde luego, la principal causa de su fracaso. Por un lado, por su incapacidad para encontrar un sistema de financiación estable, evitando que cada cinco años se haya que proceder a su renovación en medio de una fuerte escalada de crispación política.

Por otro, la profundización en los desequilibrios regionales en España después de más de tres décadas de Estado de las autonomías, a pesar de que su corrección era uno de sus principales objetivos, el más ilusionante en algunas comunidades como la andaluza, y de la enorme cantidad de recursos empleados en conseguirlo.

Por otra parte, entre las principales deficiencias del orden institucional hay que destacar las particulares circunstancias fiscales en País Vasco y Navarra y las aspiraciones emulatorias en Cataluña, que mantiene al resto de las comunidades con balanzas fiscales deficitarias y amenazan con acentuar los privilegios de unos territorios sobre otros y agravar el estado de los desequilibrios.

La Conferencia de Presidentes autonómicos ha vuelto a poner de manifiesto el escandaloso vacío institucional en el que las comunidades deben resolver sus desavenencias y también cómo ese mismo vacío favorece el comportamiento de las "comunidades antisistema". Las instituciones proveen a la sociedad de reglas para la convivencia y de incentivos que, si funcionan adecuadamente, impulsan el progreso de la colectividad. En este páramo institucional, donde el Senado es inoperante y es habitual que las comunidades autónomas trasladen sus pleitos al debate entre partidos, no es de extrañar que los ausentes de la Conferencia de Presidentes se hayan justificado exigiendo reglas particulares y diferentes a las del resto y, por supuesto, más ventajosas.

Estamos, por tanto, ante un nuevo episodio de tensión entre comunidades que demandan reglas de juego similares y las que exigen relaciones asimétricas, resultando particularmente sorprenden la posición de la Comunidad de Madrid a favor de estas últimas en lo que se refiere al ordenamiento fiscal.

Cualquiera puede entender, al margen del conflicto político, las dificultades para operar en un mercado en el que, en lugar de reglas comunes, cada cual impusiese las suyas. Para la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia, la defensa de la unidad de mercado -es decir, de reglas e instituciones comunes- se basa en la necesidad de proporcionar garantías jurídicas a los operadores, que de esta forma podrían aprovechar las ventajas de escala de un mercado de mayores dimensiones y aumentar la eficiencia general de la economía.

Cuando Europa decide avanzar hacia la creación de una unión económica y monetaria, la mayoría de los especialistas vaticinaron un balance global positivo, pero repartido de manera desigual. En concreto, para Andalucía y España pronosticaban el cierre de un buen número de empresas que serían absorbidas por sus competidoras europeas, con el consiguiente aumento del desempleo. Es lo que efectivamente terminó ocurriendo y la explicación estaba en las diferentes capacidades para competir que, a su vez, eran el reflejo de las diferencias de productividad.

Europa comprendió que había que intensificar los programas de desarrollo regional para ayudar a las zonas perjudicadas a corregir cuanto antes el déficit de productividad y favorecer la creación de empleo. Andalucía ha recibido una importante cantidad de recursos desde entonces, con resultados decepcionantes, pero lo que interesa destacar en este caso es el convencimiento general de que competir en un mercado sin fronteras en condiciones desiguales favorece la concentración de empresas en las zonas de mayor productividad y condena a la periferia a depender de las transferencias desde el centro.

La diferencia de productividad entre Andalucía y España oscila desde hace bastante tiempo en torno a los 10 puntos, más o menos como la tasa de paro, lo que significa que nuestras empresas parten, en su conjunto, con una desventaja importante a la hora de competir con el resto.

Andalucía y las otras regiones en circunstancias parecidas estarían perfectamente legitimadas para exigir un ordenamiento fiscal territorialmente progresivo que favorezca la reducción de la desigualdad de oportunidades para competir y, en todo caso, para plantarse firmemente frente a cualquier iniciativa de fiscalidad asimétrica y regresiva.

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