España

Rajoy y los riesgos del estilo subterráneo

CON lo bien que conocemos a estas alturas a Mariano Rajoy es lógico que su actitud no nos sorprenda. Su gran pasión, al menos en lo que respecta a la política, es el secretismo. Le gusta la intriga, le tiran Hitchcock, Doyle y los finales apretados. Muy bien. A falta de otras características, se aferra a ésta como imagen de marca. No queda claro que el estilo subterráneo confiera ventajas. Y, en todo caso, si fuese al revés, el efecto positivo de la estrategia -porque se supone que es una estrategia- impactaría estrictamente en la muy doméstica escala del PP, donde la sorpresa no es la principal afición.

Así que mejor mirar con lupa los potenciales peligros de su hermética conducta. Dos son las opciones cuando un jefe no es comunicativo. La primera, una timidez patológica que no viene al caso porque Rajoy se dedica a la vida pública por decisión propia. Ningún autista aspiraría a la Presidencia del Gobierno. La segunda, una desconfianza bestial en el entorno que le empujaría, como le ocurrió a Aznar, a largas jornadas de reflexión con la única compañía de un cuaderno azul, que es a los populares lo que la margarita a los enamorados.

Si Rajoy no se fía quizás es porque tampoco se ve tan torero. El líder que no reparte juego -y en esto Zapatero es similar- debe considerarse secretamente mediocre. Lo suficiente como para abortar cualquier rivalidad real o ficticia. ¿Gallardón a mi lado en el Congreso con tanto talante y labia? Quita, quita.

En cierta medida, Rajoy también transmite un personalismo que desprestigia el funcionamiento de su formación. Los debates que en realidad son monólogos no evocan precisamente las exquisitas esencias democráticas. El PP no ha sabido encontrar aún un punto intermedio entre la autoridad vertebradora necesaria en cualquier colectivo y el caos asambleario de opciones como IU o ERC, maniatadas por sus propias reglas.

La parquedad entronca con otra sospecha: la ausencia de dinamismo. El semáforo de la IX legislatura está ya en ámbar y no se adivinan movimientos en cancha popular. El PSOE, inteligentemente efectista, se llena la boca con cambios de cromos, remodelaciones y propósitos de enmienda que como mínimo avisan al espectador de una intención renovadora. No se trata únicamente de jubilar a Zaplana sino de divulgar cuáles son las conclusiones de un dirigente que ha perdido por segunda vez y ante el mismo rival. Sí, sí, diez millones de votos y los Rajoy, presidente coreados en Génova la noche del 9-M reaniman a un muerto, pero la audiencia exige algo más. ¿Qué piensa cambiar el PP de aquí a 2012? ¿Qué ha hecho mal según su exclusivo gestor? ¿Se le concede algún mérito a la labor socialista? La autocrítica, la humildad y la elegancia también puntúan para el votante. Rajoy todavía no se lo cree.

¿Pecamos de impaciencia? Puede ser. Tal vez ese engrasado cerebro de registrador ha previsto cada paso y por eso no tiene prisa. Llegará la lista con el equipo titular, descuiden; explicará con pelos y señales la filosofía dura pero constructiva con que guiará al PP los próximos cuatro años; se quitará el sombrero cuando toque y demostrará de una maldita vez que para gobernar en España no hace falta vender cada día el fin del mundo.

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