Mi anterior columna se publicó hace dos semanas y, con la Pascua de por medio, quién se acuerda. Sin embargo, los comentarios que recibí han provocado que, aún ahora, sienta deseos de prolongarla y, sobre todo, de aclararla o delimitar su ámbito. Porque cuando hablaba de la renuencia de los políticos a marcharse y de su tendencia a eternizarse en uno u otro cargo público, me refería exclusivamente al entorno más inmediato, que es el que conozco, por más que, ya se sabe, muchas prácticas locales se revelan fácilmente como universales. Y en ese entorno, que es el andaluz, no ha gobernado nada más que un partido en lo que llevamos de democracia. Así que, mal que nos pese, son suyas las conductas a las que aludía. No tengo espacio ni creo tener conocimiento para abordar las del partido de la oposición en Andalucía y, además, las mismas noticias con que nos desayunamos cada mañana (mientras escribo esto escucho que han detenido a un ex presidente de comunidad autónoma) explican a las claras las lucrativas razones por las que algunos de ellos han ingresado en política. Y repito lo de hace quince días: desde la virginidad democrática y una clamorosa candidez, creímos por un momento que a la política accedían por razones nobles personas comprometidas y, a la vez, capaces para las labores que iban a desarrollar. Gente que, una vez cumplida su función, volvería a la vida privada y a su profesión, si la hubiera. Miro hacia atrás y, aunque de seguro habrá más (pocos), solo me viene a la mente un caso, el de Casto Sánchez Mellado, que ocupó diversos cargos y siempre supo volver con dignidad a las aulas, a su profesión de profesor. Ha llovido mucho, y la candidez primera queda tan lejana y utópica como las palabras del cantautor, y por un tiempo diputado en el Congreso, José Antonio Labordeta: "Uno no va a la política por un sueldo, va por ideales y por hacer algo por su tierra"

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios