Tal vez, de forma inesperada, en medio de una etapa de una actividad muy productiva, el "Maestro", como llega a firmar en alguna obra, es sepultado en la Prioral de El Puerto de Santa María. Era el 13 de diciembre de 1718.

Hay aniversarios que irremediablemente, y con razón, reciben toda la atención mediática. Otros, más modestos, parecen estar condenados a pasar casi inadvertidos. Poco más de un siglo después del nacimiento de Bartolomé Esteban Murillo, fallecía otro artista sevillano. Me refiero al escultor Ignacio López. Pertenecieron a generaciones distintas pero ambos llegaron a vivir en un mismo espacio temporal y geográfico. López se formó, de hecho, en la Sevilla de Murillo y fue una consecuencia de ella. Del esplendor barroco de Valdés Leal y Pedro Roldán y también de la creciente decadencia de una urbe que perdía poco a poco la opulencia del comercio americano a favor de Cádiz. Es por eso que con apenas veintiún o veintidós años deja atrás su ciudad natal en busca de un futuro más halagüeño. Y lo encuentra en El Puerto, en la que se instala y donde no le faltaron encargos desde todas las localidades del entorno, incluida Jerez. Para ella haría infinidad de imágenes de iglesias y de cofradías, como la Piedad y el Mayor Dolor, cuyas imágenes marianas serían talladas justo en ese postrero 1718. No obstante, aunque es indudable que sobresalió en este contexto, su nombre fue olvidado tras su muerte.

Ahora, tras su reciente rescate de las profundidades de la desmemoria, ha llegado el momento de acordarse de los 300 años de su fallecimiento. Pese al esfuerzo de algunos investigadores, me pregunto si tenemos suficientemente asimilada ya su figura para ver en esta efeméride algo que celebrar. En cualquier caso, puede ser, al menos, una ocasión para recuperar, de manera definitiva, su recuerdo ante la sociedad y la Historia.

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