Son los edificios históricos, y aún más las iglesias, mucho más que "simples" estructuras arquitectónicas, acumulaciones más o menos armoniosas o sugestivas de montones de piedra. Antes, esos exquisitos esqueletos tuvieron una colorida piel y se revistieron de prendas y ajuares según las modas de cada época. Fueron como enormes seres vivos mantenidos por generaciones y generaciones de humanos que dejaron en ellos plasmados sus gustos, sus anhelos sociales y espirituales, sus intentos de formar parte de una eternidad que era también artística. El convento del Espíritu Santo fue uno de esos gigantes. Falleció hace años y se descompuso con rapidez. Quedan sus huesos, su templo renacentista que una vez quiso ser además barroco y se adornó entonces de retablos con columnas salomónicas, costeados por particulares. En los muros laterales se asentaron tres entre 1677 y 1691 por el taller jerezano de Fernando Delgado y Bernardo Martín de la Guardia. Dos de estos se rehicieron en el último tercio del XVIII para adaptarlos al vigente estilo rococó. Ya a finales del mismo setecientos se labró el altar que estuvo ocupado últimamente por una imagen de San Francisco de Asís. Era una obra peculiar, hecha por un artista anónimo formado en la tradición de la rocalla pero convertido forzosamente a la sobriedad neoclásica.

Días atrás, por pura casualidad, me topé por internet con una fotografía del escaparate de una tienda de antigüedades de Sevilla. Allí estaba, con su policromía imitando mármoles y su diseño incomprensible, un trozo de aquel retablo de San Francisco, mutilado sin piedad, arrancado, como tantas otras piezas, del convento del Espíritu Santo. De nuevo, propiedad legal y patrimonio cultural en contradicción. Un monumento que no mereció ser BIC y que lo perdió todo, entre intereses de unos pocos y el desafecto de la mayoría.

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