El templo que tiene esta ciudad más primoroso". De esta manera tan elocuente se refería un escritor de la época a la iglesia de San Lucas poco después de la intensa reforma que este edificio mudéjar experimentó entre 1714 y 1732. Fue en ese momento en el que se produce la radical transformación de su interior, recubriéndose con originales yeserías los viejos pilares de piedra y la modesta techumbre de madera. Una metamorfosis estética compleja, mucho más que un burdo enmascaramiento o una simple barroquización.

De hecho, la idea no fue en realidad la de rechazar su pasado medieval, sino la de completar una iglesia que, en la mentalidad de aquellos años, parecía inacabada. Así, y no de otro modo, hay que entender las bóvedas levantadas sobre las naves, que ocultan un sistema de cubiertas pobre. Ya que la intención que tuvo el promotor e ideólogo de las obras, un culto párroco llamado Juan González de Silva, fue equiparar San Lucas a la magnificencia constructiva de otras parroquias jerezanas. De ahí, no sólo el propósito de imitar un abovedamiento pétreo, sino además el empleo en él del mismo lenguaje gótico con que fueron erigidos varios siglos antes San Miguel o San Mateo.

Gracias a la iniciativa personal de González de Silva y a las numerosas limosnas que atraía la devoción a la Virgen de Guadalupe se logró culminar el ambicioso proyecto. En 1733, acabado el dorado del flamante retablo mayor, que preside la histórica imagen mariana, se inauguraba solemnemente el nuevo San Lucas. Casi 300 años después únicamente el cuidado de la hermandad de las Tres Caídas hace que se mantenga abierto y en pie. Hay que alabar su reciente iniciativa de buscar fondos para restaurar el maltrecho retablo del altar mayor. Un paso importante para recuperar el esplendor perdido del templo que soñó aquel cura del siglo XVIII.

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