Pedro osinaga

Los dos buceábamos en paralelo bajo las aguas cloradas de la piscina del Parador Nacional de Bailén

No entiende el invierno de jornadas festivas ni de años viejos ni nuevos, y hoy el día se ha levantado frío y brumoso. Una espesa capa de niebla envuelve el pueblo y solo se aprecia al fondo la mole ochavada del campanario que se alza con fuerza sobre el barrio antiguo. La niebla está baja y se condensa en las puertas echadas de los zaguanes, moviéndose por las frías aceras con la cadencia de un hombre encorvado entrado en años. Como al invierno, a mí también se me confunden los días, por lo que las rutinas no varían mucho de unas mañanas a otras.

Pedro Osinaga (q.e.p.d.) se cruzó en mi vida allá por el principio de los años ochenta del siglo pasado. Los dos buceábamos en paralelo por debajo de las aguas cloradas de la piscina del antiguo Parador Nacional de Bailén, y no me costó reconocer que el señor que braceaba junto a mí a todo color era el aquel personaje televisivo en blanco y negro que a menudo se colaba en el salón de mi casa a la hora de la cena. Por aquel entonces yo andaría con diez u once años recién cumplidos y ser el compañero de pupitre de Eloy, el hijo del administrador del Parador, me proporcionaba ese y algún que otro parecido privilegio.

Los dos nos sentamos a su lado, en una hamaca, y estuvimos conversando con él durante largo rato, o por lo menos así me lo pareció. Les engañaría si recuerdo de qué hablamos, pero por tiempo que haya pasado, lo cierto es que nunca lo olvidé. Fue la primera persona pública con la que se topó un niño del interior ensimismado en las costuras de un pueblo del que antes o después habría de escapar. Su forma de hablar, con esa voz engolada de la gente del norte, su trato amable, la exquisita educación que mostró con dos niños que, ahora sé, no hubimos de hacer otra cosa más que molestar, la rememoré cada vez que, de cuando en cuando, me lo volvía encontrar en televisión.

Acabo de enterarme que el Sr. Osinaga, acompañando al año que declina, se ha marchado para siempre y la noticia no me ha pasado indiferente. He regresado al pueblo de mi infancia a pasar la noche vieja junto a los míos y su fallecimiento, junto con todo lo que ahora me rodea, ha contribuido evidenciar esa necesidad que, desde antiguo, tenemos los hombres de hacer que un tiempo viejo acabe para permitir un nuevo comienzo. Así ha de ser. Todo tiene que concluir para que las cosas puedan empezar de nuevo.

Descanse en paz, Sr. Osinaga.

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