Literatura y pensamiento

Historias verdaderas

Ignacio F. Garmendia

Editor y crítico literario

Toda novela es autobiográfica, solía decirse, pero desde hace algún tiempo el yo de los narradores ha dejado de lado los tradicionales recelos a comparecer sin máscara y se presenta de una forma cada vez más nítida, reconocible y desinhibida. Paralelamente la ficción, que era el terreno natural o definitorio de la novela, cede ante la fascinación ejercida por la realidad, por lo que de verdad ha sucedido, como si ya no fuera suficiente con imaginar personajes y escenarios verosímiles. No puede establecerse con claridad -y tampoco importa demasiado- si son los lectores los que demandan relatos reales o son los novelistas quienes se inclinan por cultivar esa forma de narrativa que los anglosajones han llamado faction, pero lo cierto es que la novela de la memoria, en la que el propio autor se erige como protagonista, se inscribe en esa corriente mayor que fía buena parte de su efecto al hecho de trabajar con materiales extraídos de la historia, el presente o la experiencia.

De esa fórmula, "novela de la memoria", se sirvió Caballero Bonald para titular su gran ciclo memorialístico, formado por Tiempo de guerras perdidas y La costumbre de vivir, recientemente agrupado por el poeta jerezano en un solo volumen que perdurará, junto a la ya clásica trilogía de Carlos Barral, entre los testimonios más valiosos de su generación y aun de la literatura española del siglo. Pues del mismo modo que los procedimientos narrativos, como bien saben los investigadores británicos, pueden aprovecharse para escribir excelentes biografías, los memorialistas pueden aspirar a algo más que dejar constancia de su vida cuando no se limitan a consignar sin más los episodios, y desde este punto de vista -desde el punto de vista de la literatura- poco importa que callen, reinventen o adornen los hechos, si el relato resultante funciona como una narración poderosa, estilizada y creíble.

Pero no hablamos aquí de los memorialistas en sentido estricto. Al margen de sus memorias, aunque estrechamente ligada a ellas, el citado editor y poeta catalán publicó una discreta novela, Penúltimos castigos, no menos autobiográfica. Y autores como Umbral, cuya vasta obra es un asedio constante y obsesivo de los mismos temas, practicaron la literatura del yo en todos y cada uno de los libros que escribieron, a veces entre líneas, a veces abiertamente. Caso aparte, por la magnitud del empeño -Apenas sensitivo ha hecho la decimoséptima entrega de la serie- pero también por la calidad sostenida de los miles de páginas que lleva publicados, es el Salón de pasos perdidos de Andrés Trapiello, que algunos han calificado de falso diario pero al que le cuadra mucho mejor la denominación, propuesta por él mismo, de "novela en marcha", que deja suficientemente claro que su voluntad es menos documental que literaria.

Podemos remontarnos a Proust y más allá, como para casi todo, hasta Cervantes, pero cuando se habla de autoficción -un término no especialmente feliz, inventado a mediados de los setenta por el novelista Serge Doubrovsky- el uso de la primera persona suele estar teñido de ironía y no pretende tanto una identificación total con el autor como la construcción de un alter ego, a menudo homónimo o mencionado por las iniciales, que lo retrata parcialmente o bajo un perfil y con una finalidad determinados. Autores como Sebald, Coetzee, Magris o Houellebecq han cultivado esta modalidad híbrida -a veces lindera con el ensayo- que entre nosotros han seguido, en distintos grados y cada uno a su manera, Javier Marías (Negra espalda del tiempo), Enrique Vila-Matas (Dietario voluble o París no se acaba nunca), Antonio Muñoz Molina (El viento de la luna), Justo Navarro (Finalmusik) o Antonio Orejudo (Un momento de descanso). Es una opción que conlleva sus riesgos, pero el buen contador de historias es el que sabe o ha aprendido a discernir lo fundamental de lo accesorio.

Otra cosa es la memoria desnuda, sostenida por los recursos de la novela. A este planteamiento podría adscribirse Tiempo de vida de Marcos Giralt Torrente, con la que el autor madrileño ha ganado el último Premio Nacional de Narrativa. Es bastante significativo, respecto al apogeo de la faction del que hablábamos al comienzo, que las dos obras -a ninguna de las cuales cuadraría el calificativo de novelas- que fueron reconocidas con el mismo galardón en años anteriores, Anatomía de un instante de Javier Cercas y Bilbao-Nueva York-Bilbao de Kirmen Uribe, cuenten historias reales y en el segundo de los casos marcadamente autobiográficas. La confesión de Giralt, sin embargo, pertenece a una suerte de subgénero dedicado a explorar las relaciones con el padre, como Experiencia de Martin Amis, Patrimonio de Philip Roth -expresivamente subtitulado Una historia verdadera- o Un pedigree de Patrick Modiano, por citar libros que hemos podido leer en los últimos años.

Lo curioso en el caso de Giralt es que sus dos novelas anteriores, tanto París, con la que ganó el Premio Herralde, como la más reciente Los seres felices, ya habían tratado el tema del padre, aunque de un modo menos expuesto, resguardado en el marco de la ficción. Lo de ahora, en cualquier caso, sigue siendo literatura. Sabemos que todo lo que nos cuenta en Tiempo de vida es real, pero su libro sonaría igual de verdadero si no constara que el autor, ya sin intermediarios, nos está narrando su historia. Es su experiencia, pero nos llega en forma de novela y gracias a ello podemos, acaso ha podido él mismo, acceder al misterio que encierra. "Contamos con el arte -dice Giralt, citando a Nietzsche- para que la verdad no nos destruya".

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios