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Literatura y pensamiento

Dos enemistades paralelas

  • El puñetazo de Vargas a Gabo quedará en los anales de la literatura como una anécdota pintoresca pero no exente de simbolismo

Ignacio F. Garmendia

Editor y crítico literario

L a historia es conocida, pero no está de más recordarla. Después de haber escrito la que todavía hoy es una de las mejores aproximaciones –aunque casi secreta, pues el autor prohibió su reedición– al mundo de su colega colombiano, Mario Vargas Llosa, ya distanciado de su amigo debido a las vergonzosas consecuencias del caso Padilla, rompió con él para siempre. Como el bastonazo de Manuel Bueno al maestro Valle, desde entonces el segundo divino manco de las letras españolas, el puñetazo de Vargas a Gabo quedará en los anales de la historia de la literatura como una anécdota pintoresca pero no exenta de simbolismo. No trataremos ahora de las razones últimas del pleito, porque el aspecto rosa de la vida de los escritores lo dejamos para la conversación con los amigos.

El caso es que ese célebre puñetazo fue el hito, ciertamente contundente, que marcó un alejamiento definitivo hasta la fecha. La historia de la amistad y el desencuentro entre estos dos genios de la literatura hispanoamericana reúne todo los elementos de una novela apasionante que adquiere, en momentos como el mencionado, visos de gran tragedia. Cada uno tiene, si nos servimos del argot taurino, sus partidarios, a veces enfrentados y probablemente irreconciliables. Con motivo de la feliz concesión del Nobel a Vargas, circuló la especie de que Gabo había colgado en su twitter un mensaje más bien rencoroso. No era verdad o eso parece, pero hay que recordar, para ser justos, que el autor de La ciudad y los perros acogió la decisión de la Academia sueca, cuando distinguió a su ex amigo en 1982, declarando que había sido una decisión política. Este legendario enfrentamiento recuerda la no menos tortuosa relación, asimismo resuelta en ruptura, entre Jean Paul Sartre y Albert Camus. Entre el compromiso con la causa socialista y el recuerdo de su madre, una mujer analfabeta que lo había criado con un esfuerzo descomunal, Camus eligió a su madre. No ignoraba, como de hecho ocurrió, que esa elección conllevaría el reproche universal de la izquierda bienpensante, que nunca le perdonó su defensa de la Argelia francesa.

De este modo, durante años, Camus fue el renegado que había abrazado el colonialismo ante el desprecio escandalizado de las vestales comunistas, y Sartre, cada vez más taimado y bufonesco, el campeón de los oprimidos que rehusaba públicamente el Nobel al tiempo que reclamaba, entre bastidores, el importe del premio. Con los años, sin embargo, y esto lo hemos podido comprobar con ocasión de los respectivos centenarios, la figura de Sartre ha envejecido mal y la de Camus, por el contrario, se ha agigantado hasta hacerse indispensable. Es verdad que las voces de la caverna han aprovechado para impugnar toda la obra del autor de La náusea, ciertamente desigual pero cuya importancia no merece ser disminuida en función de criterios sectarios. Sin embargo, hoy nos sentimos más cerca de la profunda humanidad de Camus que de muchas de las disparatadas consignas sartreanas. No cabe mejor imagen para ejemplificar el oportunismo del viejo sátiro que su infructuoso intento postrero por capitalizar el descontento del 68. Volviendo al caso de Vargas y Gabo, no conviene forzar los paralelismos, pero encuentro algunas similitudes que podrían ser aleccionadoras. Durante mucho tiempo, aún hoy por los más recalcitrantes, don Mario fue considerado un traidor que había abjurado de sus orígenes izquierdistas para abrazar la causa del neoliberalismo salvaje, mientras un endiosado García Márquez trasegaba los mojitos sin abandonar su retiro dorado. Hay que tener una imaginación próxima al realismo fantástico para llamar salvaje a una persona como el escritor peruano, pero por raro que parezca este discurso primario ha calado en sectores no minoritarios de la ciudadanía global, incluidos algunos señores muy cultivados que siguen considerando al flamante Nobel poco menos que un agente a sueldo de las multinacionales.

Hace unos meses, el siempre incordiante Arcadi Espada destapó el asunto de las discretas y reiteradas visitas de Gabo a la Cuba de sus amores, dicho sea sin ánimo de escarnio. Este sería otro tema para tratar en las tertulias privadas, pero no hace falta referirse a él para ver cómo en las últimas décadas, mientras Vargas Llosa se metía en todos los charcos y opinaba de las cuestiones más delicadas –esas que rehúyen por sistema los escritores temerosos de defraudar a su público–, el gran narrador colombiano dejaba los trastos y se dedicaba a disfrutar de la vida en la estimulante compañía de los poderosos del mundo, es de suponer que riñéndoles un poco por su falta de sensibilidad para con los más humildes. Uno puede gustar a la vez de Joselito y Belmonte, eso está fuera de duda. Pero si dejamos por un momento de lado la literatura y las ideologías particulares, no parece difícil escoger entre dos modelos de comportamiento. Incluso al servicio de intereses opinables, el valor y la honestidad intelectual son cualidades que no debemos pasar por alto. Los meros lectores, al menos, no podemos permitirnos ese lujo.

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