Reconozco ser un ferviente admirador de la serie televisiva "House of cards". Además de mostrar con inteligencia y amenidad los entresijos del poder, nos permite a espectadores asomarnos a las cloacas del estado teóricamente más democrático del mundo. He seguido con sumo placer sus cinco temporadas y esperaba con interés la emisión de la sexta en 2018 hasta que una circunstancia de la vida privada de su actor principal y alma máter del proyecto, Kevin Spacey, ha llevado a Netflix -la compañía productora- a despedirlo y suspender la serie (o, como poco, a que lo "maten" para que no vuelva a aparecer y tenga que ser su esposa, la también espléndida Robin Wright, la que siga intrigando como la nueva presidenta "Claire Underwood"). Al socaire de la gran difusión alcanzada por los supuestos abusos sexuales efectuados por el todopoderoso Harvey Weinstein; un actor poco conocido, A. Rapp, ha acusado al protagonista de "House of cards" de haber intentado seducirle hace 30 años en una fiesta privada. Spacey ha declarado no recordar el hecho y sentirse avergonzado si es que se propasó con el entonces efebo. A raíz de esto le han llovido las denuncias de sucesos parecidos y Kevin no ha tenido más remedio que reconocer su condición de depredador (homo)sexual, ingresar en una institución para el tratamiento de su adicción y, de paso, asumir el fin de su carrera artística. Lo curioso es que desde los tiempos de Cecil B. DeMille el cine está inexorablemente ligado a la práctica de todo tipo de perversiones (especialmente de carácter sexual) y así Charles Chaplin, Errol Flynn, Marilyn Monroe, Marlene Dietrich, Polanski, Hitchcock o Woody Allen son una mínima muestra de los muchos "artistas" que se han visto envueltos en escabrosos asuntos de cama y a los que el escándalo no solo no ha afectado a sus carreras, sino que incluso, a veces, les sirvió para subir su caché. La excepción fue Mae West que fue a la cárcel por "corromper a la juventud" con frases del tipo de: "¿Llevas una pistola en el bolsillo o es que te alegras de verme?". El fariseísmo social a este respecto es tan flagrante y arbitrario que mientras un ministro británico de Defensa ha sido obligado a dimitir porque hace quince años le tocó una rodilla a una periodista durante una cena, Bill Clinton sigue cobrando 150.000 dólares por conferencia a pesar de que siendo presidente animó a una joven becaria a que le practicara una felación en el Despacho Oval (un recinto que, se supone, debería ser tan sacrosanto para la democracia como la Capilla Sixtina para el catolicismo). Fruto de la mojigatería de lo políticamente correcto Kevin Spacey ha sido condenado sin ni tan siquiera oírle. Como diría su alter ego Frank Underwood: "Los amigos son los peores enemigos".

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