Este verano he vuelto a ver la trilogía de la caballería de John Ford. Fort Apache, La legión invencible y Río Grande son tres películas fascinantes que, juntas, dibujan un cuadro mítico, emocionante y perfecto de la caballería de los Estados Unidos en los tiempos de las guerras con los indios. Ese genio del cine que fue Ford rodaba sus películas con la sencilla intención de entretener al público y, sin embargo, la épica de sus historias hacía brillar la individualidad de sus personajes (en especial de su mejor alter ego, John Wayne) en el contexto de una comunidad y una sociedad muy concreta, la estadounidense. De la misma manera que idealizó el paisaje del western utilizando una y otra vez como escenario de sus películas las formaciones rocosas del Monument Valley en Arizona, John Ford contribuyó como nadie a inculcar en los norteamericanos la idea de la grandeza de su nación redescubriéndoles su identidad histórica y ensalzando su patriotismo sin dejar por ello de criticar los abusos y atrocidades que se cometieron en los comienzos de aquel abigarrado crisol de lenguas, religiones y culturas que devendría con el tiempo en la nación más poderosa del planeta. Los españoles, en contraste con el amor y el orgullo con los que Ford nos enseñaba su país, no destacamos precisamente por vanagloriarnos, ni siquiera en el cine (tuvo que venir Charlton Heston a ponerle cara al Cid Campeador) de nuestra bimilenaria historia. Este insólito desdén por lo propio se confirma, por ejemplo, en la extendida costumbre de tildar de facha a quien hace ostentación de la bandera española o en la indolencia de los gobernantes para dotar al himno nacional de una mínima letra que sirviese por lo menos para que nuestros deportistas dejen de comportarse como pasmarotes en los prolegómenos de las competiciones internacionales. Además de apáticos respecto a la identidad nacional, los españoles fuimos tan estúpidos como para traspasar las competencias de Educación a ese aciago engendro político que fueron las comunidades autónomas. Las "nacionalidades" con delirios separatistas aprovecharon de manera extraordinaria tan sorprendente regalo para lograr que varias generaciones hayan sido educadas abiertamente contra el estado español. Aquellas otras no infectadas (todavía) por el virus de la independencia pero imbuidas de un espíritu tan castizo como paleto, abogaron por enseñar solo lo concerniente a su territorio y extendiendo un tupido velo de ignorancia sobre el resto de España. Estos comportamientos han diluido la idea de país hasta el extremo de permitir el órdago de los catalanes que como el agente indio de Fort Apache pretende hacernos creer que hay biblias en las cajas en las que contrabandea whisky. Necesitamos con urgencia un Henry Fonda que, como en la película, los desenmascare diciéndoles aquello de: "¡Sargento: escancie unos versículos!"

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