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Buscando a la Callas

  • En el cuarenta aniversario de la muerte de Maria Callas (Nueva York, 1923-París, 1977), Warner Classics publica una recopilación de las mejores grabaciones en directo de la diva

Maria Callas interpretando a Medea en Covent Garden (1959).

Maria Callas interpretando a Medea en Covent Garden (1959).

El 16 de septiembre de 1977 una crisis cardiaca sobrevenida en la soledad de su apartamento de París acabó con la vida de Maria Callas, la más rutilante actriz-cantante del universo operístico del último siglo. Tenía sólo 53 años y llevaba mucho tiempo retirada de la escena. Una carrera corta e intensa, una vida llena de complejas relaciones familiares y turbulentas experiencias sentimentales difundidas en primera plana de tabloides y revistas sensacionalistas, una concepción del arte de la interpretación dramática hasta el desgarro forjaron el mito. Se le objeta a menudo tanto la dudosa belleza del timbre como los problemas técnicos que favorecieron el rápido desgaste de sus medios vocales, medios tan generosos como derrochados por una planificación profesional disparatada. Todo ello es discutible. Lo que nadie discute es su reinado en el Olimpo de las divas de la ópera. Antes de su irrupción, algunas cantantes líricas habían sido ya adjetivadas de divinas. Con Callas el adjetivo transmutó en sustantivo. Ella fue, es y será La Divina.

Sobre ninguna cantante de ópera de la historia se ha escrito ni hablado más. Libros de todo tipo, reportajes, documentales, películas… Idolatrada y odiada. Aclamada en escena como pocas y también abucheada. Cuarenta años después de muerta, Callas sigue siendo un misterio. Su imagen resulta de una indefinición que apuntala la leyenda. Para unos, fue una mujer fuerte y despiadada, triunfadora en un hipercompetitivo mundo en el que mandaban los hombres; para otros, una mujer frágil y vulnerable, marcada por los complejos infantiles que acabarían por definir sus fracasos personales, especialmente los sentimentales: primero, con Meneghini, el industrial casi treinta años mayor, que se convirtió por algo más de una década en marido y agente, acaso también en la sombra de su padre; después, Onassis, un auténtico depredador sexual que la introdujo en la jet set internacional, para exhibirla un tiempo como uno más de sus caros caprichos.

En paralelo corrieron todos sus conflictos y escándalos profesionales: cancelaciones sonadas, como la de una Sonámbula extra (previamente no contratada) para el Festival de Edimburgo durante una gira de la Scala en 1957 o el abandono de una Norma tras el primer acto en la Ópera de Roma a principios de 1958, en una función a la que asistía el presidente de la República; desencuentros con teatros y productores, como los habidos con Rudolf Bing, el todopoderoso intendente del MET de Nueva York que llegó a cancelarle un contrato por su negativa a aceptar sus condiciones para una Macbeth; enfrentamientos con el público, como en una famosa Medea milanesa de 1961; celos artísticos, que acabaron incluso en maniobras de sabotaje, como cuando en 1955 hizo que un acomodador de la Ópera de Chicago levantara, linterna en mano, toda una fila de espectadores justo cuando la Tebaldi empezaba a cantar su O patria mia, la gran aria de Aida.

Callas es todo eso. Y no puede eludirse. Pero quien busque a la Divina debe seguir también las trazas de la cantante que propició el rescate de un buen número de títulos del belcantismo romántico, a los que insufló nueva vida dramática; el rastro de una voz que asombró tanto a sus contemporáneos que los especialistas tuvieron que rastrear en el pasado lejano para hallar su modelo, y muchos creyeron encontrarlo en Giuditta Pasta (1797-1865), considerada en su tiempo una soprano sfogato, esto es, una cantante de medios poderosos y dramáticos, pero con una extensión inusual del registro, que le permitía moverse desde graves de auténtica contralto hasta agilidades de sopranos ligeras; el magnetismo de una actriz que, asumiendo todos los personajes que interpretó a lo largo de su carrera (47), nunca se metió del todo en su piel, pues nunca dejó de ser ella misma: la Callas, un auténtico animal escénico, con una vis trágica, dionisíaca, oscura, misteriosa y profunda.

Lamentablemente, no han quedado demasiados registros en vídeo de sus actuaciones, pero quedan sus discos. Desde que en 1952 firmara un contrato en exclusiva con el famoso productor Walter Legge, todas las grabaciones oficiales de Callas fueron publicadas por el sello Emi, compañía que perdió hace años su independencia al integrarse en la gran factoría de Warner Music. Hace dos años, la Warner reeditó, una vez más remasterizada, toda la discografía oficial de Callas, que fue recogida en la colección Maria Callas Remastered Edition. El próximo viernes 15, un día antes del cuarenta aniversario del fallecimiento de la diva, Warner pone a la venta Maria Callas Live, una caja con 42 cedés en los que se recogen registros en vivo, convenientemente reprocesados, de 40 óperas diferentes (12 de ellas jamás registradas por Callas en estudio) y 3 blurays con cinco recitales, ya bien conocidos por ediciones anteriores, entre ellos, el de la famosa gala televisiva organizada por la Ópera de París en 1958 que incluía el segundo acto completo de Tosca, extraordinaria ocasión para apreciar las dotes interpretativas de la cantante.

Y es que quien busque desentrañar el misterio de Callas tiene que acudir al teatro, aunque sea sin imagen, a escucharla en aquella Abigaille (de Nabucco) primeriza pero ya portentosa de Nápoles de diciembre de 1949 o a encontrarse con sus juveniles Wagner (un Parsifal de Roma en 1950), sus míticas funciones mexicanas (una Aida de 1951 o una de las dos únicas Gilda de Rigoletto que interpretó en escena en su vida, de 1952), sus triunfales años milaneses, que incluyen el rescate, hoy legendario, de Anna Bolena en 1957, las entonces infrecuentes Alceste e Ifigenia en Tauride de Gluck (la primera con Giulini, en 1954) o la Medea (1953) y La sonámbula (1955) con Leonard Bernstein, su inmortal Traviata lisboeta con Alfredo Kraus de 1958, su encuentro con Karajan en la Lucia berlinesa de 1955, su Pirata neoyorquino de 1959 o su Poliuto que abrió la temporada escalígera 1960-61. Se encontraba ya la soprano al borde de una decadencia que está confirmada en esa Tosca de Covent Garden de 1964 que Emi se empeñó en registrar también en estudio, testimonio último de que las ruinas pueden resultar bellas, hondas y conmovedoras. Los griegos saben tanto de eso.

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