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Elogio (y crítica) de la anglofilia

  • El 'Brexit' no desahucia el pub íntimo en el que se venera a 'otra' Inglaterra

Hay que reconocerlo: haber nacido en España o ser húngaro, por ejemplo, facilita las cosas para hacerte anglófilo. Porque si se ha tenido que cargar con las vigas de hierro de la era Thatcher, abrirse paso en la espesa niebla de la tercera vía de Blair o apechugar ahora con el piciazo de Cameron -por no mencionar la angustia de verse envuelto en una razia hooligan-, se comprende que queden pocas ganas y menos sitio para el afecto por nada que huela a inglés. La distancia es una ventaja.

La anglofilia que profesamos algunos debe guardar cierta similitud con la atracción que sienten por lo español todos esos hispanistas británicos. Es verdadera pasión. En nuestra primera e inexperta incursión en tierras británicas no podremos sustraernos al embobamiento con el cambio de guardia en Buckingham Palace, mientras ellos desbrozarán en una analítica minuciosa cada detalle de la ceremonia de los legionarios con el Cristo de la Buena Muerte. Son sensaciones que tienes con algo que te es muy ajeno y que te pueden llevar a la casi veneración (y no me estoy refiriendo, ni de lejos, a las paradas militares: vista una, vistas todas, que la modernización de un Ejército no tiene nada que ver con la coreografía de sus desfiles, éstos son así desde tiempo inmemorial, que se dice).

Las filias, por lo demás, están reñidas con el empacho. Éste conduce a la fobia. Es lo que pasa con el nacionalismo: tanto de lo mismo lo único que provoca son vómitos y diarrea. Si están toda tu vida dándote platos soperos con tropezones de España, de Andalucía, de Cataluña, de lo que sea -¡también de Inglaterra, claro!-, acabas suplicando un purgante que te ayude a deshacerte de esa carga tan indigesta. Se impone una dieta blanda. (O quizá probar algo diferente de lo mismo. Hoy pueden ustedes intentarlo aquí con el menú que les proponen en los colegios electorales: probar otra España. ¿A qué sabrá? Ya se enterarán.)

En eso consiste la anglofilia de la que disfrutamos los que no hemos nacido allí. Nos gusta la otra Inglaterra, la otra Gran Bretaña, con la que nos hemos quedado ya para siempre.

Se ha marchado del club, ha dejado el grupo con ese desaire -tan británico, tan feo- llamado Brexit. Pero algunos ya habíamos fundado nuestro particular e íntimo pub, y éste no lo desahucia nadie. Es imposible. Sus estantes, sus paredes, sus maderas, sus retratos, su suelo, a qué huele y cómo suena... Todo eso tiene unos cimientos muy profundos sobre los que ha prosperado una amistad ya añeja y recia como la mejor ginebra. Abres su puerta y pasas horas, días, semanas, ya toda una vida, a lo largo del Támesis o del Mersey, o ante la catedral de San Pablo, solemne, imponente e invencible contra las toneladas de bombas con que los nazis masacran Londres mientras la RAF se las ve en el cielo de Inglaterra con la Luftwaffe, y crees ver espectros de Francis Bacon y rostros de Lucian Freud tumbado en un prado de Greenwich Park sabiendo que puedes pasar la noche con Albert Finney, Tom Courtenay, David Hemmings, Vanessa Redgrave, Glenda Jackson y Sarah Miles, o riéndote del ser humano -inglés, español o lo que sea- con los Monty Python o con Matt Lucas y David Walliams y su impagable Little Britain, a no ser que quieras compartir tragos con Malcolm Lowry y su cónsul o viajar al corazón de las tinieblas con Joseph Conrad, nacido polaco pero más british que el Big Ben, mientras en la gramola suenan los Yarbirds, los Kinks, los Who, los Pretty Things, Syd Barret, los Jam, los Buzzcocks, Echo and The Bunnymen y la Broken Family Band. Ellos son tus ingleses.

A los de Nigel Farage y Boris Johnson, Fuck off!

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