Cultura

Leonard Cohen, príncipe y profeta del corazón

Con su habitual traje negro, por una vez sin su distintivo borsalino, y con una humildad conmovedora que de ser impostada nunca lo pareció, Leonard Cohen acudió el 21 de octubre al Teatro Campoamor de Oviedo para recoger el Premio Príncipe de Asturias de las Letras. Meses antes, el anuncio de la concesión de este reconocimiento fue recibido con no pocas cejas arqueadas: incluso Bob Dylan -el cantautor más icónico y revolucionario del siglo XX, eterno reivindicado para el Nobel de Literatura- había sido merecedor del mismo premio, pero en la modalidad de Artes, no de Letras.

¿Puede una canción ser también un poema? El debate es antiguo y mucho más complejo de lo que estas líneas permiten esbozar, además de absurdo y fruto casi siempre de los prejuicios, es decir, de la ignorancia autosatisfecha. Sobre este debate pasa el cantautor canadiense sin perder un solo minuto. Leonard Cohen fue escritor antes que músico y tiene tanta obra literaria como discográfica, aunque la primera faceta (con poemarios como Comparemos mitologías, Flores para Hitler, Death of a lady's man o El Libro de la Misericordia y novelas como Hermosos perdedores) quedó siempre eclipsada por la segunda, que ha desarrollado en una carrera un tanto irregular pero con picos sublimes (Songs of Leonard Cohen, Songs from a room...).

Ocurre, en cualquier caso, que este enamorado de los versos de Lorca se encuentra muy cómodo en esa intersección, en ese maravilloso desconcierto que lo acompaña desde que llegó a Nueva York en los años 60 y la comunidad musical recibió con extrañeza a ese señor de maneras más antiguas que salvajes, de ascendencia burguesa y erudición universitaria; aunque no tardaría en rendirse a las letanías embriagadoras sobre las que Cohen ha levantado un imaginario sentimental que desde esa temprana etapa ha echado raíces en la intimidad de unos seguidores particularmente fieles.

Su poesía, la cadencia de sus versos tan personales, tan hondos y epifánicos, tan atentos a la carne como al espíritu -dos vértigos que se confunden en la gravedad acariciante de su voz-, esa amalgama de Keats, Whitman y Thoreau, de Antiguo Testamento, ebriedad beat, antigüedad sufí y surrealismo lorquiano, todo eso respira con una música clara y envolvente. Y su música, esas canciones que han pasado de generación en generación como antorchas para calentar los corazones expuestos al frío de la vida, sus historias encapsuladas en cinco o seis minutos, de Suzanne a Famous blue raincoat, de So long Marianne a I'm your man, de Sisters of mercy a The future, de Dance me to the end of love a Take this waltz, también ahí, en ese vasto repertorio de himnos a la belleza y a la dignidad de la derrota, el dolor y la confusión, existe el soplo y el escalofrío, la repentina iluminación de la experiencia poética.

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