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AC/DC, eficiente y previsible como un tren británico

  • La banda australiana cumple el guión previsto sobre el escenario del Estadio de la Cartuja y convence a más de 60.000 entregados seguidores

Penúltimo concierto del largo, larguísimo Black Ice Tour, que echará el cierre el próximo lunes en el bilbaíno estadio de San Mamés, el esperado paso de la banda australiana AC/DC por el Estadio de La Cartuja de Sevilla cumplió anoche con las expectativas -no demasiado exigentes: aquí se viene entregado-, de los más de 60.000 espectadores congregados para la ocasión.

Con el graderío y la pista iluminados por un mar de luces rojas -lo único que revela el toque satánico de la formación son esos intermitentes cuernos de quita y pon que ya forman parte de la iconografía del grupo, y de una mercadotecnia que arroja un sabroso saldo: a cinco euros el par hagan sus cálculos-, el veterano quinteto hizo su aparición a eso de las diez cuarto de la noche siguiendo el guión previsto.

Esto es, lascivo corto animado sobre las tres pantallas gigantes de video -una horizontal dentro del escenario y dos verticales a los costados-, fuegos artificiales y Angus Young evolucionando sobre la inmensa pasarela, dando la vez (y la voz) a Brian Johnson con los acordes de Rock'n'roll Train.

La pantalla central se dividió en dos dejando ver esa enorme locomotora que también parece haberse convertido ya en parte inevitable del espectáculo. Coincidía con el ánimo arrollador, premeditadamente poderoso: a la tercera caía Back in Black (¿será por himnos?) terminando de inflamar a la predispuesta parroquia: en las gradas no había ni un solo culo sobre su asiento.

Dirty Deeds Done Dirt Cheap echaba la vista atrás rescatando otro de esos clásicos primerizos, pero para entonces el repertorio, equivalente en fondo y forma al de los conciertos precedentes de esta gira, podría ser cualquiera. Tacón-punta-tacón: riff-estribillo-riff a volumen brutal. AC/DC, ya se sabe…

Es siempre el mismo patrón, heredado del rhythm&blues más correoso, henchido de electricidad y lanzado a toda velocidad sobre el respetable: Thunderstruck revalida la prueba del nueve y a cambio obtiene una ensordecedora ovación.

No hace falta más para enfervorizar a esta masa en ósmosis, pero por si acaso, con The Jack, los cámaras enfocan a algunas chicas guapas, a hombros de sus fornidos acompañantes, y Angus sigue la pauta: su strip-tease deja ver en primer plano esos ya famosos calzoncillos con el anagrama de la formación -con el calor reinante, lo agradecería especialmente-. Lo dicho, ni una coma fuera del guión.

El número de la campana, cómo no, da el pistoletazo a Hells Bells, pero aquí el infierno no son los demás. Aquí los demás son parte imprescindible de un espectáculo más allá de su condición de inequívoca ceremonia de autoafirmación para devotos, entregados sin ambages a estos veteranos oficiantes, creadores, en primera instancia, de la liturgia de una tribu presunta y permanentemente acosada.

¿Heavy? Heavy antes del heavy: tópicos de agradecida simplicidad cincelados a conciencia sobre la memoria de varias generaciones, curtidos con oficio y perseverancia en cierto ánimo colectivo. Hard-rock con turbo diez mil veces reiterado -al borde de la impostura, decía el maestro Manrique-, pero infalible en esta comunión acordada. ¿A qué más, entonces?

AC/DC, es cierto, funciona como una perfecta máquina engrasada -esa misma War Machine que atrona mientras en las pantallas se dibuja otro clip poderoso: los artefactos guerreros son aplastados por la campana, otra vez, portada por una fortaleza volante-, pero el funcionamiento de la máquina no deja lugar a la sorpresa. Mejor así: la sorpresa en una máquina es indicio de mal funcionamiento. Y no: You Shook Me All Night Long, brazos en alto, saltos y gradas temblorosas, rueda a las revoluciones precisas.

Con TNT la locomotora, convertida ya en apisonadora, escupe fuego, y con Whole Lotta Rossie se despliega la recauchutada y voluptuosa, gigantesca muñeca hinchable a lomos del mismo tren. Trucos conocidos, repetidos, y aún así tan celebrados como un Let There Be Rock que descarga con la certera puntería de un KO inapelable.

Otro fuego calculado: la guitarra de Angus Young, guardián de la llama, echa humo en solitario en esta cantada y dilatada despedida en falso con lluvia de confeti incluida. Porque, cien minutos después del inicio, todos saben que esperan los bises, otro par de pesos pesados en el canónico repertorio: Highway To Hell (el acabose, puede imaginarlo) y For Those About Rock (We Salute You).

Quizás tan milimétrico ajuste a la pauta se deba a los orígenes escoceses de los Young -Malcolm, como Cliff Williams y Phil Rudd, permanece en un algo más que discreto segundo plano-, pero lo cierto es que este tren del rock'n'roll se desliza con puntualidad británica sin desviarse siquiera un ápice del trayecto marcado. Para en todas las estaciones, pero no va más allá. Ni lo pretende.

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