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Crítica 'La fiesta de despedida'

Apología de la eutanasia activa

La fiesta de despedida. Tragicomedia negra, Israel, 2014, 95 min. Director: Tal Granit, Sharon Maymon. Guión: Tal Granit, Sharon Maymon. Música: Avi Belleli. Fotografía: Tobias Hochstein. Intérpretes: Ze'ev Revach, Aliza Rosen, Levana Finkelstein, Raffi Tavor, Ilan Dar.

Comedia seria, más que negra, con pretensiones humanistas -que pueden parecer más o menos humanas según la opinión que se tenga sobre la eutanasia activa- que, como otras películas israelíes recientes, podría hacer pensar que, tras vaciarse de la ética laica socialista que inspiró su nacimiento como Estado, una parte de la sociedad israelí también se está vaciando de la religiosa. Es decir que se parecen cada vez más a nosotros, los globalizados consumistas que, como recordaba hace poco que escribía Giovanni Sartori, estamos condenados a vivir de forma infeliz en el estado de masas solitarias (porque los protagonistas, que mantienen entrañables relaciones entre sí, viven sin embargo en una residencia, es decir, segregados de sus familias y sus entornos cotidianos). Y ante esta situación mejor quitarse de en medio cuando no se cumplen los requisitos que se supone hacen vivible la vida. Porque es importante señalar que en esta película no se trata solo de acabar con el dolor físico acortando la vida, cosa que todos los hospitales de los países desarrollados hacen cotidianamente, sino de acabar también con el dolor de vivir, con la angustia de sentirse inútil o limitado y con el miedo a hundirse en el olvido.

Se reaccionará ante esta buena e inteligentemente manipuladora película según nuestra ética personal. También según nuestros miedos. Pero cinematográficamente solo se puede reaccionar positivamente ante su sobria realización (aunque se le pueda reprochar el numerito a lo Magnolia de la canción), sus espléndidas interpretaciones y la inteligencia con la que los directores conducen a los espectadores, a través de la emoción, hacia sus posiciones. Sería así La fiesta de despedida lo contrario de esa estúpida y superficial celebración del suicidio asistido que fue Mar adentro, distanciándose también de la pretendida asepsia de Amor y la seriedad ética de Million Dollar Baby.

Por eso resulta difícil clasificarla como comedia. Esto no es Arsénico por compasión. Aunque solo sea porque la máquina mortal se parece demasiado a la de las ejecuciones por inyección letal. Es inteligente porque esta máquina se crea para darle una muerte dulce a un compañero enfermo terminal que se presenta casi como víctima del encarnizamiento terapéutico, y en este punto hay acuerdo general. Así la transición a la parte más espinosa -al saberlo, otros ancianos en circunstancias muy distintas solicitan que acaben con sus vidas- se hace con naturalidad y, sobre todo, facilitando la complicidad del espectador que es conducido desde la eutanasia como punto final de un proceso doloroso e irreversible al suicidio asistido. Esta inteligente manipulación es el mayor tropiezo ético de esta buena y ásperamente tierna película varias veces premiada que promete un buen futuro a sus debutantes realizadores.

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