No hay una sola realidad, cantaba el gitano menos purista en su acercamiento a la música, entre atmósferas psicodélicas. Quintín Vargas ha ido adquiriendo conciencia artística e intentando ser cada vez más virtuoso que espontáneo. Sus interpretaciones se han ido haciendo cada vez más complejas a medida que se ha ido familiarizando con las salas de conciertos y las músicas urbanas de ciudades cosmopolitas o recónditas como las de Marruecos, de dónde vino con la gira que terminó el viernes en Sevilla, recreando Caravana con aquéllos con quienes lo grabó.

Los acordes del sitar de Tony Picante sirvieron para que los Zíngaros se fuesen situando en el escenario, terminando de entallar sus instrumentos con las notas de Punyab, para que la voz de Quintín, entre Jack White y Las Grecas, pusiese a andar la Caravana a través de La luz del silencio, El pedio, la Sultana de Camarón pasada de reverb… Sol es una pieza solamente oída en escenarios y Venus fue interpretada esta noche por primera vez, con la guitarra de Alex Fernández y la de Quintín restregando sus mástiles en un aluvión de noise que todo lo arrastró.

Sólo quedó la silla que ocupó Curro Vargas para, al toque, acompañar a sus hermanos, en las bulerías en inglés de Quintín, al que relevó en el cante Carmen con unos tangos que hicieron bailar al aire. Esta noche mando yo; era la noche de Quintín y tornaba una alboreá en el Romance que dedicó a su madre antes de que El Niño de Elche nos sobrecogiera en su monumental Desserto rosso y volviese la avalancha con Mala puñalá y el sintetizador de Bronquio barriendo otra vez a los músicos, que no pudieron aguantar tanta electricidad desbocada.

De nuevo la familia Vargas, a pelo, al borde del escenario, los juntó a todos y, ya se van los gitanos por los caminos, marcharon hermanados en fila, cantando suavemente por esos caminos, que el público les iba abriendo a su paso, en un final bellísimo. Cantaban los gitanos, y la luna movía sus brazos.