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"César fue el único genio que dio Roma, y el último de la antigüedad"

  • Su última novela, 'Las lágrimas de Julio César', se presenta hoy en la Casa del Libro en un acto en el que le acompañará su colega Salvador Compán

Jesús Maeso de la Torre, retratado en el Centro de Interpretación del Teatro Romano de Cádiz.

Jesús Maeso de la Torre, retratado en el Centro de Interpretación del Teatro Romano de Cádiz. / Germán mesa

"La mayor parte de la gente, cuando comentaba que estaba enfrascado en una historia sobre Julio César, me decía que eso eran palabras mayores, que era una empresa superior, que no debía. Pero yo creía que había una parte no contada y es que, en gran medida, los éxitos militares y los logros políticos que tuvo sólo se pueden explicar a través de sus sentimientos y de cómo le influyeron los sueños que tuvo", dice Jesús Maeso. Porque, como buen romano, Julio César no creía en nada pero era supersticioso para todo. Las lágrimas de Julio César (Ediciones B) es, "sobre todo una novela de sentimientos", dice su autor, que la presentará hoy a las 19:30 en la Casa del Libro de Sevilla junto al escritor Salvador Compán.

La anécdota del que sería futuro emperador de Roma llorando en el templo de Melkart frente a la estatua de Alejandro Magno es lo suficientemente evocadora para lidiar una historia en torno a ella. En el caso de Maeso, para hilar una novela que le ha llevado cinco años de elaboración y trabajo documental. "Esa escena frente a la estatua constituye, según los historiadores, la primera en la que el César llora en público -explica-. Cuando él llega a Cádiz, tiene casi 40 años y no es más que un cuestor, una especie de Montoro de la época. Pero ese gesto, llorando y cubriéndose la cabeza con la toga porque Alejandro Magno a los 33 años había dominado el mundo y él, con 40, no era nada, para mí convierte a su figura en algo mucho más entrañable".

Su llegada a Gades supone, también, el inicio de su amistad con Lucio Cornelio Balbo: a pesar de su nombre, fenicio hasta la médula, con un especial olfato para los negocios y la política "que intuye en César a un político de largo calado". Según cuentan Plinio y Plutarco, el romano visita el templo onírico de Sancti Petri, por el que habían pasado antes tantos héroes de la antigüedad, porque hay un sueño recurrente -el incesto con su madre- que lo martiriza. Julio César pasa una noche, como era preceptivo, en esa especie de Unidad del Sueño y, al día siguiente, la sibila le ofrece su interpretación: "Cuando el trigo florezca cinco veces, el pretor será el dueño de la ciudad de los lobos".

Acudir a la sibila era, para un griego, para un romano, el símil más aproximado de acudir hoy al psicólogo: qué quiero decirme y no sé, qué deseo, qué odios, y pasiones, y temores, mantengo ocultos. Por qué los demás me parecen gigantes, o insignificantes. "Las sibilas de los cultos orientales eran de ascendencia egipcia -apunta Maeso-. Las de Melkart y Septa, desde luego, venían de Egipto. Tenían un gran predicamento como mujeres que estaban en contacto directo con la Diosa, y lo cierto es que tenían también un gran conocimiento del alma humana".

A la sacerdotisa que le realiza la profecía a Julio César la nombran todos los historiadores, pero nadie dice cuál es su nombre. A partir de sus palabras, sin embargo, y en un magnífico ejemplo de profecía autocumplida, César va a conquistar Lusitania, Francia, Germana, Persia y el Norte de África: "Lo único que le va a impedir conquistar Britania es la noticia de la muerte de su hija Julia, que creo fue la única persona a la que quiso de verdad. Y, nuevamente, la persona que estaba a su lado era Balbo".

César vuelve a Roma como dueño del mundo, tal y como le habían profetizado, y lo nombran dictador perpetuo: "Fue el último genio de la antigüedad, y el único que dio Roma. Era un abogado que no había cogido una espada en su vida y se mete en política porque su madre le insiste en que ha de realizar el cursus honorum a tiempo, es decir, antes de cumplir 50 años, como su padre y su abuelo".

"Todo el mundo quería parecerse a César. Decían que era el mejor amante de los hombres y un amante más allá de cualquier hombre con las mujeres. Dilapidaba el dinero. Marcaba la moda de Roma: estaba frente al tocador una hora y media por las mañanas. Por glorias militares y por su cargo de pontifex maximus, podía llevar la corona dorada de laurel en la cabeza: cosa que hacía siempre, para disimular la calvicie". Haciendo suya la frase de Churchill sobre adversarios y enemigos, a César lo matan sus propios compañeros de banquillo: los aristócratas. "El, sin embargo, aunque tenía informes suficientes para ordenar la muerte de muchos, no lo hizo".

Julio César es protagonista indirecto de la novela pero, en la trama, no es más que un figurante. Las protagonistas absolutas son Arsinoe, la sibila, y Tamar, ejemplo de puellae gaditanae, además de las mujeres que van apareciendo a lo largo de las páginas, todas aprovechando al máximo los distintos espacios de libertad que se les ofrecían según su condición. Y también las mujeres de César: "Se dice que sólo estuvo enamorado de Eunoe, la reina de Mauritania. Contra la creencia común, sin embargo, no lo estuvo de Cleopatra: su unión con ella era un enlace meramente político, ella era una gran estratega, hablaba cinco idiomas. Le interesaba como aliada", cuenta Jesús Maeso.

"Tampoco se conoce mucho que, al morir, Julio César estaba cansado de Roma y pensaba marchar a Persia: Es una jaula de grillos en la que apenas se resuelve nada, se quejaba a Marco Antonio -continúa-. La última vez que lloró fue justo antes de morir, cuando se enteró de la lista de los 23 conjurados. Al final, como en una especie de maldición, todos ellos fueron asesinados y se impuso la idea de imperio de César".

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