Cultura

Cine y violencia: las variaciones Cronenberg

Cronenberg, también Lynch, siempre nos pareció retorcido, pero deseoso de luz. No molesta tanto, como sí ocurre con Brian De Palma, cuando se pone serio además de irónico. Después de Una historia de violencia, su filme más neoclásico, Cronenberg reincide en el paisaje físico y moral, y en la pista autorreferencial. Si en la primera resonaba un western, El hombre del oeste de Mann, y latía una cinta negra, Forajidos, ahora la sustancia rima (con menos sensacionalismo seco que el que se gastaba el cineasta del puro) con Corredor sin retorno de Fuller: aquí, como allí, se trata de la inadvertida disolución de una identidad, de la paulatina ambigüedad que penetra en los objetivos y les cambia el sentido. El periodista de Fuller y el policía de Cronenberg obtienen lo que persiguen, pero la meta les cuesta la vida, los marca psíquica y físicamente.

Y del cuerpo marcado lleva muchísimo tiempo hablándonos el cineasta canadiense -sin irnos muy lejos en el cine del profeta de la nueva carne: el mutante hombre-mosca, los remodelados automovilistas de Crash o los fans virtuales del injerto de ExistenZ-, y en Promesas del Este el tema pierde el efectismo y la explicitud del fantástico y gana en posibilidades de sentido con el thriller urbano: el Nikolai de Mortensen, policía infiltrado en la mafia rusa de Londres, puede engañar a todos menos a su propia piel, allí donde la virtualidad se ha ido actualizando mientras se sumaban los tatuajes y el cuerpo de acostumbraba a la violencia, se anestesiaba de moral. Quedaría por saber el tiempo que el affaire mantenido con la enfermera Anna -y aquí es donde nos parece que Promesas del Este flaquea un poco, en la descripción de este personaje detectivesco- va a alimentar la memoria del hombre que se despide en la cúspide de la organización, donde el poder calienta y protege, donde no salpica tanta sangre y la vida la ponen en peligro otros por ti. Carne dolorida y marcada, no parece lógico que vaya a arriesgar, volviendo a la ley, lo que tanto le ha costado conseguir.

En este via crucis con impertinente final feliz, Cronenberg, como en la anterior cita con Mortensen y la violencia, demuestra la filiación peckinpahiana del último rumbo de su cine: en una escena cruda, digna de la tradición más física del noir -Noche en la ciudad de Dassin-, Nikolai salva el pellejo a golpes desnudos en unos baños públicos. De nuevo sentimos la verdadera economía de la muerte de los hombres, lo que se necesita invertir de animalidad en el exterminio del semejante: es el sabor de la sangre, eso que suele escamotear el cine que celebra las pulsiones más básicas.

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