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Llega al mercado, vía Versus, una lujosa edición de La regla del juego de Renoir, filme tensionado entre su presente -eterno al sentir de Truffaut, quien decía que uno tenía la sensación de que todo podría cambiar en cada visionado, como si de una obra representada y no registrada se tratara- y la lectura que, a posteriori, se ha hecho de ella debido al marcado carácter de premonición que La regla del juego tuvo en el futuro de la Europa en guerra. La película de Renoir no deja de ser una comedia sofisticada, frívola y vodevilesca, pero que va poco a poco siendo carcomida por una ironía que se extiende mucho más allá del disparo trágico que clausura su narración; es suma de géneros y resumen de maneras (del slapstick al arte del diálogo) que se proyectan al futuro en un movimiento fluctuante que aún no ha dejado de resonar.

Así, La regla del juego, en este ir de atrás hacia delante y viceversa, es privilegiada pantalla de proyecciones. Por ella, por ejemplo, parecen pasar todas las películas de la etapa del frente popular en las que Renoir soñó la resistencia; justo entonces cuando la pesadilla fascista ya no estaba al acecho sino era una realidad. Como señala Jean Douchet en el preciso y precioso análisis que acompaña a la edición, en La regla del juego se trata de poner en escena la traición de una entente de clase (la aristocracia y la burguesía) para la que el peligro no estaba por llegar (la amenaza totalitaria), sino que ya había pasado (la unión de las tendencias de izquierda). Y se trata -remacha Douchet mientras en la analítica pantalla se pasa la secuencia de las representaciones caseras orquestadas por Robert de la Cheyniest- de una traición a Francia, un país vendido por parte de quienes han hecho de la hipocresía el único modo de superviviencia: lo que dicen, lo que hacen, lo que sienten, todo es simulacro, ese significativo desvío a partir del que crean la realidad, el efecto de mirar oblicuamente al mismo mundo que los demás padecen.

Filme escrito y estructurado con estremecedora finura, en él Jean Renoir aplica una composición en espejo que subraya la distancia entre las clases. Entonces, junto al juego de las apariencias (ése cuyas reglas deparan el único cadáver humano de la película, el de aquél que se la juega de verdad por amor), el cineasta francés dibuja el frenético ir y venir de unos criados que reproducen, sin rodeos y directamente, la misma historia triangular que en la cúspide viven los ociosos señores. Los representantes populares, sin embargo, no escapan a la degradación general aunque aún sean fieles a deseos y pulsiones: aceptan el statu quo, y hasta, si no participan de él, lo añoran.

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