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Cultura

Desmontando a Hitler

Comedia, Alemania, 2007, 90 minutos. Dirección y Guión: Daniel Levy. Fotografía: Carl-Friedrich Koschnick, Carsten Thiele. Montaje: Peter R. Adam. Música: Niki Reiser. Intérpretes: Helge Schneider, Ulrich Mühe, Sylvester Groth, Adriana Altaras. Montaje: Richard Nord. Cines: Alameda, Avenida.

Frente a los que se han tomado muy en serio, elaborando incluso severas teorías sobre los límites de la representación, los temas del nazismo y los campos de concentración (Lanzmann, Spielberg, Godard), están esos otros cineastas (Lubitsch, Chaplin, Benigni, Sokurov) que han preferido torcer la mirada realista y frontal al horror para optar por la, en ocasiones, lúcida y elocuente deformación de la comedia, la parábola o la parodia para seguir hablando de lo mismo.

Mein Führer viene a situarse orgullosa dentro de este segundo grupo, versión irreverente, no exenta de regusto amargo y verdad histórica en su manejo de hechos, circunstancias y personajes reales, de la gran-película-seria alemana sobre Hitler estrenada en los últimos tiempos, la mimética y académica El hundimiento.

Escrito y dirigido por Dani Levy (La jirafa, Alles auf Zucker!), el Hitler de Mein Führer aparece como prototípico personaje de opereta, una máscara caricaturesca sumida en una crisis personal en el Berlín sitiado de los estertores de la II Guerra Mundial. Encarnado por Helge Schneider, el mandatario nazi se deja psicoanalizar y tutelar por un afamado director teatral judío (Ulrich Mühe, en una de sus últimas apariciones en el cine), alentado por unos no menos paródicos Goebbels, Himmler y Speer que preparan una conspiración para deshacerse de su líder. En el proceso de reeducación, emerge en todo su patetismo grotesco un Hitler acomplejado, infantilizado y hasta simpatizante de la causa judía.

A mitad de camino entre el juego de entradas, salidas y equívocos de Lubitsch (Ser o no ser) y el lúdico ternurismo de segunda generación de Benigni (La vida es bella), Mein Führer se reviste de un inconfundible humor judío para hacer chistes a costa de cosas muy serias con la apariencia de una producción de lujo.

En su evidente desfondamiento una vez presentadas sus atractivas cartas, la cinta se sostiene ocasionalmente gracias a la eficacia y los dobles sentidos de algunos gags y al fino humor negro que, con altibajos, recorre su metraje. Pero sobre todo, lo hace gracias a la labor de sus intérpretes, plenamente implicados con el tono de farsa de un filme que, a la postre, no renuncia a la verdad por más que deforme la realidad histórica.

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