Cultura

Desolación, abstracción, silencio

Las tres últimas sonatas para piano de Beethoven. Ahí es nada. Nada menos que la cumbre absoluta del pianismo de todos los tiempos, la música más desnuda, abstracta y al mismo tiempo ligada a un instrumento que se pueda pensar. Un desafío que pone contra las cuerdas al más pintado que quiera tocar lo que el genio de Bonn dejó sobre el papel pautado y de la manera en que indicó que se hiciera, sin aliviarse o sin buscar soluciones acomodaticias. Es decir, como lo hizo Leonskaja, llevando en la misma mano derecha el trino y el cantabile del último pasaje de la sonata nº 32, dejando la mano izquierda libre para el contracanto.

Fue un momento de una belleza y de una congoja inimaginables, con una pianista ajena al mundo, volcada sobre la desolación y sobre esos interrogantes sin respuesta con los que Beethoven cerró su inmortal ciclo sonatístico. La georgiana mostró una mayor sintonía anímica y encontró un fraseo más despojado de artificios en los momentos más reposados, como en el Andante de la nº 30, en el que los silencios adquirieron categoría de protagonistas agónicos y en el que se recreó en la retención del arpegio final. O como en el Moderato cantabile de la nº 31, en el que se recreó con infinita delicadeza en la amabilità que Beethoven pide para las frases más líricas. O en el pasaje doliente de la fuga de la misma sonata, deletreado con morboso detenimiento en los acentos más amargos merced a un muy bien dosificado rubato.

En los momentos más agitados y más densos su pianismo musculoso y con tendencia a la densificación, así como una articulación por momentos demasiado percutiva, le llevaron a momentos más inconexos, con pérdida de la continuidad, fraseo algo emborronado y alguna que otra nota en falso, sobre todo en la última octava de un piano necesitado de una buena revisión en esa zona.

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