Crítica de Flamenco

Elogio de la lentitud

En realidad se trata de un espectáculo de baile tradicional, con músicas tradicionales, letras tradicionales, estilos tradicionales. Lo que pasa es que está hecho con cariño. Quizá sea la batería, todo un acierto, la única novedad relativa. El flamenco escénico actual está tan lleno de lugares comunes, de automatismos, que es muy fácil sorprender. Se trata, tan sólo, de mover las cosas de sitio. Fácil pero hay que currárselo, claro. Las transiciones están pulidas con mimo. Es un espectáculo pulcro, riguroso, medido. Matemático. Con la soleá en el centro. La bata de cola nos inunda de femineidad. Plena de dramatismo. Con el modelo de Manuela Vargas, pero actualizando su lenguaje y con un baile muy personal. Elogio de la lentitud, del estatismo.

Aunque no sólo. En el espectáculo también está el frenesí, la tensión y la rabia de lo jondo actual. Se trata de dos polaridades irreconciliables. Vamos del estatismo a la hiperactividad. Eso sí, todo limado, pulido. Con la soleá en el centro y el taranto en un flanco: Chacón por malagueñas, Chacón por cartageneras, tarantos. El martinete empieza con un paso a dos prodigioso, uno de los momentos de la noche. La seguiriya es solar, deliciosa. Es sorprendente que Rodríguez nos siga sorprendiendo. Después de ese cenit, y no sólo de esta obra, que es la soleá, en el otro flanco encontramos fandangos de Lucena y jaberas en la voz de Ortega y tanguillos para Campos y Coria. Un momento de distensión, un guiño a Cádiz. Vuelve la solemnidad por farruca que remata en tangos del Piyayo para que Morales se reencuentre con lo femenino, en este caso en su versión más erótica. Una bailaora dramática, pulcra. Un espectáculo preciso, denso. Elogio de la lentitud y el exceso.

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