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Antonio Muñoz Molina. Escritor

"Empezar a escribir es siempre desolador, pese a la experiencia"

  • Regresa el autor con una novela en la que se entrecruzan el asesino de Martin Luther King y el recuerdo del narrador con Lisboa como trasfondo.

Dos personajes aparentemente antagónicos se alternan en las páginas de Como la sombra que se va (Seix Barral), la nueva novela de Antonio Muñoz Molina: James Earl Ray, el asesino de Martin Luther King, que tras su crimen se escondió durante diez días en Lisboa, en espera de un visado que le permitiera ir a Angola; y el propio escritor, un funcionario instalado "en la conformidad y en el disgusto", recluido "en una especie de parálisis íntima alimentada casi en exclusiva de ficciones", que en enero de 1987 recorre la capital portuguesa buscando los escenarios y la inspiración para su libro El invierno en Lisboa. Pocas conexiones podrían señalarse en principio entre estos dos hombres, hermanados sin embargo en "el sentimiento de extranjería, en esa impresión de que la cara que muestras al mundo no es tu cara verdadera, que tu vida puede ser hasta cierto punto una simulación", analizaba el narrador esta semana en Sevilla, donde acudió invitado por el Centro de Iniciativas Culturales de la Universidad (Cicus).

Ray vive en su estancia lisboeta escudado tras una identidad falsa, pero siempre, por la miseria y el odio, ha estado al margen de la sociedad, "desde que tenía memoria había observado el mundo y las vidas de los otros como si asistiera a una película que sucedía tridimensionalmente en torno a él pero en la que no estaba incluido, o como miraba los anuncios a todo color de los semanarios ilustrados (...), esas vidas felices, inventadas, risueñamente falsas, desvergonzadamente cargadas de promesas". Un intrigado Muñoz Molina quiso seguir los pasos de este individuo en constante estado de alerta, pero en sus vivencias se acabó entrecruzando -"las novelas se hacen con muchas cosas que no controlas, hay mucha inspiración inconsciente", afirma el premio Príncipe de Asturias- el recuerdo que el propio novelista tenía de sí mismo, a quien ve desde la distancia como otro ser inadaptado, como "el narrador sin nombre, el que mira y no actúa y sólo vive por delegación, observando envidiosamente las pasiones de los otros, de las que él, por algún motivo que no sabe, está excluido".

Muñoz Molina regresa así con una novela lúcida y compleja, servida con su precisa, torrencial y absorbente prosa, que entre otras cuestiones indaga en la imposibilidad de conocer a alguien pese a los muchos datos que se tengan de él. "Es asombroso todo lo que se puede llegar a saber de una persona de la que en el fondo no se sabe nada", apunta el autor sobre un fugitivo del que los archivos ofrecen un sinfín de detalles, como los cursos de cerrajería o de baile en los que se matriculó o los títulos de las novelas de agentes secretos y los libros de autoayuda que leía. "Borges tiene, en un poema extraordinario, un verso que dice: detrás del rostro que nos mira no hay nadie. Ése es el misterio de la identidad humana. Un ligue que tuvo Ray en Canadá, una mujer de clase media, cultivada, atractiva, lo encontró misterioso, tímido, y recordaba haber estado con él como algo memorable. La dueña de un restaurante en el que trabajó decía que era amable, servicial. Eso te hace preguntarte: ¿eres tú el que crees que eres o eres alguien dependiendo de la persona con la que estás?", se cuestiona el jiennense sobre su protagonista, que a pesar de toda la información reunida alrededor de él tiene los contornos imprecisos de un fantasma. "Cuando creas un personaje quieres que todos los datos que tienes formen un todo, un conjunto con sentido. Pero la vida a veces no te da eso. Eso te plantea un debate interesante. ¿Qué haces, como escritor, entonces? ¿Intentas limar los ángulos o lo dejas así?".

La documentación a la que ha accedido, en todo caso, ha enseñado al novelista que "la realidad es mucho más rica que la imaginación". "Yo sabía, por ejemplo, que Ray empezó a escribir tras el asesinato de Martin Luther King. Lo describí escribiendo huraño bajo los focos, en su celda. Meses después descubrí en el archivo de la policía de Memphis lo que hacía minuto a minuto, y esa imagen que yo concebía en plan Dostoievski no era así: tenía una relación estupenda con los guardias y bromeaba con ellos, hacía flexiones, comía con un apetito extraordinario...". Muñoz Molina también comprendió que la vida esconde matices inesperados cuando perfilaba a una de las prostitutas con las que estuvo Ray. "Había escrito sobre ella dejándome llevar por los estereotipos, y cuando vi su foto en la revista Life me di cuenta de que no tenía ninguna pinta de prostituta, que era una chica mona que podía ser una estudiante. También encontré información de esa mujer ya mayor, cuando vivía en las afueras de Lisboa ciega, rodeada de gatos, tortugas y pájaros, y con un buen recuerdo de Ray: decía que era un pedazo de hombre".

En un principio, Muñoz Molina no contemplaba que en Como la sombra que se va apareciera la perspectiva de Martin Luther King, pero un viaje a Memphis hizo comprender al autor que debía pasar "de la conciencia del asesino a la del asesinado". El icono es, al final de su biografía, un intelectual que lidia con la depresión y es contestado por su entorno, a quien han otorgado una condición de santo que él no ha pedido y ha sufrido luego el descrédito. "Luther King se volvió una figura indiscutible después de su muerte", aclara el autor de Plenilunio o La noche de los tiempos. "Nosotros no podemos imaginar la situación tan grave, política y personal, en la que se encontraba. En el momento en el que murió estaba lejos de ser uno de los grandes personajes del siglo XX. Estaba muy acosado, muy gastado personalmente: llevaba 14 años de activismo, de viajes, de dar conferencias, de recaudar dinero, de recibir amenazas de muerte o de lograr el premio Nobel. ¡Y era un hombre de 39 años! Había quien lo consideraba un reaccionario y quien lo veía como un comunista. El FBI lo acosaba porque lo veía como un agente soviético".

En la parte más confesional de la novela, no es indulgente Muñoz Molina en el relato que cuenta de sí mismo, en la semblanza de ese hombre en la treintena, herido por la flecha de la literatura, que se excede con el alcohol pensando que es un aliado para crear o que va en busca de sus sueños a Lisboa cuando su mujer acaba de tener un hijo y necesita su apoyo. Un remordimiento que pesará años después, cuando visite al hijo que trabaja precisamente junto a la desembocadura del Tajo. "Todos tenemos que aprender a ver lo que hemos sido, lo que somos: es una necesidad aunque nos provoque miedo", defiende el narrador. "Cuando tú lees memorias españolas, son generalmente muy falsas, el memorialista queda siempre fenomenal. En Inglaterra es distinto, y gente importante de la política habla con una franqueza asombrosa sobre su propia vida. Pienso que si uno se va a autorretratar, lo importante es que lo haga bien: Rembrandt no paró de autorretratarse, y lo hizo con burla, con ironía, dependiendo de cada momento, y nosotros asistimos maravillados al testimonio de una vida, a sus aprendizajes".

Entre las confesiones que hace en su libro, Muñoz Molina reconoce que "ni un sólo día en mi vida me he levantado a escribir sin una sensación abrumadora de imposibilidad y desánimo", una declaración sorprendente para alguien que es celebrado como uno de los maestros de la narrativa española. "La experiencia no sirve de nada en la literatura, quizás para estar más vigilante a la hora de las correcciones, para cosas menores, pero el hecho de sentarte y de poner algo donde no hay nada sigue siendo desolador. A veces ese mal rato se convierte de manera misteriosa en una especie de felicidad, y tú te dejas llevar. Cuando eso ocurre, es extraordinario".

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