Cultura

Filmar un 'tsunami' sin que tiemble la cámara

  • Ángel Lee ha logrado que el sexo explícito no sea una simplificación ni una transgresión fugaz.

Ang Lee tiene el don de compatibilizar el oficio camaleónico de los grandes directores-artesanos del cine clásico -esos que se despertaban, se duchaban, iban al estudio como a un taller artesano y allí dirigían con idéntica eficacia lo mismo un western que un musical o un policiaco- con el rigor del cine de autor que transmite una sensación de control total sobre la película, coherencia temática y progresión estilística. En cada una de las muy distintas aventuras cinematográficas que ha emprendido parece haber querido ahondar -sin dejar de respetar la distinta naturaleza de cada relato y las marcas genéricas de la comedia, la fantasía heroica, el western o el drama- hasta las matrices de las que han nacido todas las historias que el ser humano haya podido y pueda contar.

El amor entre el monstruo y la bella (Hulk), el amor dificultado por las rígidas barreras sociales (El banquete de bodas, Sentido y sensibilidad, Brokeback Mountain) o por su desmoronamiento (Comer, beber, amar, La tormenta de hielo), el amor -o la amistad- puesto a prueba al confrontarse con la épica de la venganza y el honor (Cabalga con el diablo, Tigre y dragón)... En todos los casos aparece como constante temática la lucha entre el amor y un entorno hostil, por distintas que sean las historias y las épocas, o diversos los escenarios y los géneros. La hostilidad del entorno viene marcada, en muchos casos, por la transición de un mundo a otro, por la resistencia a morir del que desaparece y la avasalladora irrupción del que le sustituye. En lo estilístico también es posible hallar una marca reconocible de película en película; pero ésta resulta ser la ausencia de toda marca, es decir, el clasicismo del cine académicamente realista que busca (aún en el artificio y lo fantástico) crear una narración que seduzca al espectador por su carácter natural, no mediado por una voluntad creativa ni marcado por un estilo determinado.

El relato eterno del que trata Deseo, peligro es el de Judith y Holofernes o el de Sansón y Dalila: la mujer que seduce a un hombre para destruirlo. En estas historias-matrices bíblicas, y después en sus muchas hijas, el instrumento de destrucción es el cuerpo de la mujer que enloquece de deseo a su enemigo. Encadenados de Hitchcock es una de las infinitas variaciones que este tema ha tenido (Ingrid Bergman sería Dalila o Judith y el desdichado Claude Rains, Sansón u Holofernes) y Lee parece haber querido unir la carnalidad primigenia, bíblica, de los relatos matrices con la película de Hitchcock; y añadirle, sobre todo en su primera parte, unas gotas de Los verdugos también mueren de Lang o El ejército de las sombras de Melville. Aunque aquí Claude Rains y Gary Grant se funden en un mismo personaje y la protagonista se destroza al convertirse en una especie de kamikaze sexual.

El mérito de Lee es ir más allá del desasosegante erotismo hitchcockiano, basado en la invisibilidad/imposibilidad del momento de la satisfacción del deseo que tensa todas las escenas, para filmar lo que la censura prohibía y después el cine de los 70 demostró -a través de películas en su día muy celebradas, como El último tango en París o Portero de noche, que han envejecido peor que Pasaporte a Dublín- que es casi imposible filmar: el despliegue corporal de la pasión. Tal vez la clave esté en el pausado, clásico, elegante y casi neutro estilo con el que Lee filma los encuentros sexuales de los protagonistas como si fuera un reportero capaz de filmar un tsunami sin que ni las sacudidas de la tierra ni las olas hagan temblar su cámara (estilo).

Tal vez, sólo el tiempo lo dirá, haya logrado una de esas poquísimas películas (ahora no soy capaz de recordar ninguna) en la que el sexo explícito no se convierta en simplificación empobrecedora o en trasgresión de rápida caducidad. Si es así, habrá logrado algo dificilísimo. Mientras tanto, para los espectadores de hoy, su arriesgada incursión en los terribles y fascinantes combates a muerte y amor de estos dos cuerpos se insertan perfectamente en la dramaturgia de la película. Quizás su larguísimo metraje se deba a que necesitaba tiempo dramático -que además administra con pausada sabiduría- para que la solidez de la estructura narrativa de la película y la minuciosa construcción de los caracteres resistieran el peso de estas secuencias tan cargadas de carnalidad tensada entre el amor y el odio, el deseo y el miedo, el placer y la angustia. Las prodigiosas interpretaciones son un elemento tan fundamental para lograr este objetivo como la sobriedad estilística y la contención narrativa que lo distancian del manierismo erótico de un Wong Kar Wai a quien a veces parece, sólo parece, que pudiera rozar.

Su carnalidad desgarrada es el desafío más serio que afronta esta película y su tenebroso corazón, pero no es lo único que ofrece. Hay una historia magníficamente escrita y filmada que trata del deber y del fanatismo, del camino sin regreso de planear la muerte a ejecutarla, del sacrificio y la traición, ambientada en el Shangai invadido por Japón durante la II Guerra Mundial.

Hay una fascinante y detallada narración de cómo la bella teje su tela de araña en torno a la bestia (en este caso una astuta, cautelosa y fría bestia) cumpliendo una misión de espionaje, para al final quedar atrapada en ella junto a su presa. Hay una admirablemente sugerida presencia/ausencia de la guerra como factor desencadenante de todos los movimientos, hasta los más íntimos, de los personajes. Y todo está filmado de modo admirable por este sorprendente realizador tan educadamente clásico en sus maneras como poco convencional en sus enfoques.

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