Cultura

Formas, gestos, ritmo

  • La joven artista malagueña Leonor Serrano Rivas muestra en la Sala Santa Inés un interesante proyecto en torno a los volúmenes y las perspectivas.

Antes que los pintores, fueron los arquitectos quienes investigaron la perspectiva. Fue Brunelleschi quien -según su biógrafo, Antonio di Tucci Manetti-, con un ingenioso juego de espejos, aplicado a una pintura del Baptisterio de la catedral de Florencia, mostró de modo intuitivo las reglas de la perspectiva. Historiadores y teóricos del arte señalan que semejante dispositivo, conocido como la Caja de Brunelleschi, brota de la familiaridad del autor de la cúpula de Santa Maria dei Fiori con la geometría proyectiva, una disciplina conocida en Europa, gracias a los textos árabes, al menos desde el siglo XIII, pero que no se aplica a la pintura hasta 200 años más tarde.

Esta relación entre perspectiva y arquitectura se evidencia además en el trazado de algunas ciudades, como Urbino, y también en el teatro: Sebastiano Serlio incluye en el segundo de sus Siete Libros de la Arquitectura dos escenografías: una para las tragedias y otra para las comedias. Algunos autores, como Hubert Damisch, piensan que las tres tablas, cuyo autor no ha podido precisarse, llamadas Ciudades ideales, conservadas en Urbino, Berlín y Baltimore, pudieron ser diseños de escenografías.

Por todo ello nada tiene de extraño que Leonor Serrano Rivas (Málaga, 1986), arquitecta y licenciada en Bellas Artes, centre en la escena los trabajos que ahora expone en Sevilla, en el Centro Andaluz de Arte Contemporáneo y en la Sala Santa Inés. En esta última obra, Patrones recurrentes, concibe la escena de modo heterodoxo, si seguimos los cánones que acabo de recordar, porque la obra, en lugar de excavar un hueco en el muro (como lo hace el escenario tradicional o el cuadro en perspectiva) sale hacia afuera e invade el espacio reservado al espectador.

No es excentricidad ni capricho, sino una manera de incorporar al espectador: si el teatro tradicional habla sobre todo (aunque no exclusivamente) a la vista, la videoperformance de Serrano Rivas interpela al cuerpo desde el primer momento. Por eso deforma el espacio de la acción con unos volúmenes generados por un doble bucle cuya plantilla puede verse apoyada contra la pared de la sala.

Las formas geométricas de la estructura del espacio escénico se transfieren a los actores de la videoperformance que a primera vista son un cilindro de superficie sólida y plana, otro de tela con suaves pliegues, un plano opaco que combina formas rectangulares y circulares, otro ligero y translúcido, un triángulo con lado curvo y la superficie plegada, como si fuera un abanico. Al moverse con distintas cadencias ante la cámara, estas formas, al carecer de figura humana, van formando la escena, como si el decorado hubiese decidido de repente cumplir los menesteres del ballet. Hasta cierto punto despiertan la memoria de los personajes sin rostro diseñados por Oskar Schlemmer para el teatro experimental de la Bauhaus.

Poco a poco esas formas anónimas adquieren rasgos humanos. Una sólida mano reposa, en potente primer plano, sobre el frágil tejido del segundo cilindro, mientras del primero surgen acompasadamente brazos y piernas, y tras el plano translúcido, se adivina la silueta de una muchacha.

En uno de los posibles guiones de la obra que se encuentran en la sala se dice que de este modo se muestra cómo, en la imagen, una figura puede ocultar a otra. Es sin duda un valioso análisis conceptual: en los tiempos que corren, la estudiada imagen de actores, políticos o sedicentes creadores de opinión no hacen sino ocultar al individuo, siempre temeroso de la desnudez del emperador del cuento.

Desde mi punto de vista, sin embargo, la principal virtud del trabajo de Leonor Serrano es el ritmo. Solía decir el pintor Manuel Barbadillo que el arte era sobre todo y ante todo ritmo, como él solía analizar en las asimetrías y tensiones que agitan los cuadros de Mondrian y como es también evidente en la pintura clásica, desde la enigmática tensión de La Gioconda a las figuras de Las hilanderas. El ritmo no es más que el tiempo encapsulado en la forma, a la que presta su dinamismo a la vez que pone en ella un rastro de caducidad. Eso es lo que se advierte (y se aprecia) en el trabajo de Serrano y hace que el espectador repita la visión de la obra para hacerse cargo de la razón de su atractivo, pese a su sencillez.

La videoperformance está acompañada por varios elementos que merecen reseñarse: unos cuadernos a modo de libretos posibles se alinean frente a la pantalla al fondo de la sala. En diversos lugares del recinto, hay elementos que dan idea del proceso de elaboración. A la entrada, finalmente, el catálogo: concebido como libro de artista, es complemento adecuado de las obras expuestas en la Sala Santa Inés y en la Cartuja. No conviene dejarlo atrás.

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