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Crítica 'El maestro del agua'

Gladiador Crowe en Gallipoli

El maestro del agua. Drama bélico, Australia, 2014, 111 min. Dirección: Russell Crowe. Guión: A. Anastasios, A. Knight. Fotografía: Andrew Lesnie. Intérpretes: Russell Crowe, Olga Kurylenko, Jai Courtney.

Gladiador en Gallipoli. Aquí también hay un hombre cuya familia ha sido destrozada por una guerra (aunque, afortunadamente, no le da por pasar la mano por el trigo). Aquí también todo está basado en el robusto y reconcentrado rostro de un Russell Crowe empeñado en ajustar cuentas con quienes desatan guerras sin medir las crueles consecuencias que tienen para los ciudadanos comunes y corrientes. Aquí también alguien nacido en un extremo de un imperio (no en la Hispania del imperio romano, sino en la Australia del británico) recorre medio mundo para encontrar a sus hijos, dados por desaparecidos tras la cruenta batalla de Gallipoli. Y aquí también -porque Russell Crowe es discípulo del Ridley Scott que le dirigió en El gladiador, Un buen año, American Gangster, Red de mentiras y Robin Hood- todo está puesto en imágenes con estruendo visual y sonoro, con una muy taquillera mezcla de violencia y cursilería, con efectismo y superficial esteticismo. Sin ahorrarnos el grito de desesperación con cámara lenta y música con voz étnica.

El resultado es un Scott sin Scott pero con Crowe multiplicado por mil -al ser intérprete y el director- como Rita Hayworth en los espejos de La dama de Shangai. El guión hace demasiadas concesiones a la corrección política en el planteamiento y la resolución de esta historia inspirada en una real, carga demasiado las tintas en las responsabilidades de los británicos (grotescamente caricaturizados) y quita demasiado peso a las de los turcos (exageradamente ennoblecidos) en nombre de una supuesta reconciliación universal con cierto sabor a festival folclórico. Y comete el imperdonable error de incluir una historia de amor -la pasión turca de turno- que distrae de un motivo central -el padre que quiere recuperar los cuerpos de sus hijos para darles digna sepultura- que en otras manos menos autocomplacientes (el Russell director al servicio del Russell estrella especialista en personajes atormentados), y menos influidas por Scott y las facilonerías del actual cine comercial, habría podido tener un énfasis trágico homérico (la súplica de Príamo a Aquiles para enterrar a Héctor).

Esta sólo correcta, honesta, torpe, cara, bien ambientada y demasiado bien fotografiada película podría haber ofrecido mucho más al cruzar uno de los peores episodios de la Primera Guerra Mundial -tan rica en carnicerías y despropósitos tácticos- con la poderosa historia del hombre que deja atrás las ruinas de un hogar destrozado (tema rozado pero no profundizado por Crowe: las guerras no matan sólo en los frentes de combate, pueden hacerlo a miles de kilómetros y sin que se dispare un solo tiro) para enterrar a sus tres hijos. Deja claro, al menos, que la mayor parte de las guerras, además de acabar con millones de vidas (gran momento trágico en la noche que sigue al combate, oyéndose los gritos y lamentos de los agonizantes que han caído entre las trincheras), crean más problemas de los que solucionan. La Primera Guerra Mundial, que hubiera sido evitable, abrió las puertas a la Segunda y diseñó con la ambiciosa torpeza de Francia e Inglaterra el escenario que, un siglo después, es en gran parte responsable de la fragilidad de los artificiales estados árabes y de la amenaza yihadista.

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