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Cultura

Macbeth petrolífero o la mejor épica trágica americana

En once años Paul Thomas Anderson sólo ha realizado cinco películas: con su debut en el largometraje (Sydney, 1996: film noir de perdedores hundidos en la adicción al juego) llamó la atención de la crítica en Cannes; con Boggie Nights (1997, fresco de la América de los 70 a partir de la biografía de una estrella del porno) se afirmó como una promesa ya segura del cine norteamericano; con Magnolia (1999, otro gran fresco americano sintetizado en un día en la vida de nueve californianos cuyos destinos se trenzan) fue aclamado como un genio cuando sólo contaba 29 años y tres películas. ¿Se exageraba? La siguiente Embriagado de amor (2002) fue odiada y amada a partes iguales por la crítica e ignorada por el público. Las preguntas que la deslumbrante Magnolia planteaba -¿es un genio?, ¿son mayores el brillo que el talento y el ingenio que la creatividad?- quedan contestadas en Pozos de ambición (infame título español del original There Will Be Blood: Habrá sangre) en un sentido positivo: aquí huele a genio.

Sin exagerar bajo el efecto de una primera impresión -la he visto tres veces ya- puedo decir que esta película posee un poderoso aliento en el que resuenan ecos de los más grandes cineastas de la épica trágica americana: el Von Stroheim de Avaricia, el King Vidor de Y el mundo marcha, el Welles de Ciudadano Kane, el George Stevens de Un lugar en el sol (no el de Gigante, como más de uno ha escrito despistado por el petróleo y los prejuicios), el Hawks de Río Rojo, el John Ford de Centauros del desiertoý hasta llegar al Michael Cimino Las puertas del cielo, pasando por el Leone de Hasta que llegó su hora o el Peckimpah de La balada de Cable Hogue.

There Will Be Blood parte del gran núcleo histórico y temático de la épica trágica americana, el solitario en lucha a la vez contra la naturaleza (reducida a filón que explotar) y a la humanidad (reducida a competencia o clientela) en los durísimos marcos de las tierras semivírgenes y la expansión capitalista, localizándola en la fiebre del petróleo iniciada en 1860. Para ir derecho al corazón de ese núcleo histórico Anderson prescinde por vez primera de un argumento original y se inspira en la novela Petróleo (publicada en 1927) de Upton Sinclair (1878-1968), prolífico novelista de filiación socialista e inspiración naturalista que alcanzó la fama en 1907 con La jungla (crítica tan feroz y bien documentada de los mataderos de Chicago que provocó una investigación oficial).

Estamos en 1898 y frente a Daniel Plainview, un minero que decide convertirse en perforador de petróleo dirigiéndose a California con su hijo adoptivo. Plainview -mezcla de Kane, del Tom Duson de Río Rojo y del Ethan Edwards de Centauros del desierto- está interpretado por Daniel Day-Lewis con un talento no inferior al que Welles y John Wayne volcaron en la construcción de sus sombríos personajes. Su aventura durará hasta los años veinte (Sinclair se inspiró en un magnate del petróleo envuelto en el escándalo de la llamada banda de Ohio durante la corrupta presidencia de Warren G. Harring entre 1921 y 1923), y adquirirá tintes shakesperianos conforme la ambición domine al protagonista enfrentándole a la comunidad a la que engaña y explota, a las compañías rivales, al exaltado predicador que representa el reverso igualmente enloquecido de una América desquiciada y a su propio hijo adoptivo, sordo a consecuencia de la explosión de un pozo (como Tom Duson y Ethan Edwards acababan enfrentándose a su hijo y sobrino adoptivos en las obras maestras de Hawks y Ford).

Lo realmente excepcional de esta gran película es la amplitud trágica de sus imágenes, encuadradas con un monumental instinto épico, y el ritmo exacto con que fluyen (si acaso se le puede reprochar una excesiva compresión en su última parte: hubiéramos soportado, agradecidos, un mayor metraje); el sentido dramático del paisaje (comparable al de David Lean); la minuciosa construcción de tipos que, pese a lo elaborado de las interpretaciones, se definen por su mero aparecer a través de caracterizaciones que son auténticos retratos dignos de Dorothea Lange, Walter Evans u otros maestros del realismo fotográfico americano, y por su composición dentro de planos que contraponen siempre la figura humana a los inmensos espacios que los devoran mientras ellos intentan, a su vez, devorarlos explotándolos.

Anderson convierte un episodio de gran valor histórico -el surgimiento de los imperios petrolíferos- en una epopeya trágica que, sin dejar de ser americana, tiene valor universal. Y lo hace -otro mérito- salvaguardando espacios de desolada ternura siempre a cargo del hijo del protagonista, excepcionalmente interpretado por el pequeño Dillon Freasier. Fundamental es la valiente elección de Jonny Greenwood, componente del grupo Radiohead, que crea una banda sonora capaz de amplificar el eco dramático y la grandeza trágica de esta hipnótica película que tal vez llegue a ser considerada una obra maestra.

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