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Cultura

Mejor espías que vigilantes

  • La obra de Gerardo Delgado hace pensar en lo que escribió Jasper Johns sobre lo que cabe esperar de la mirada de un buen espectador.

Rataplán. Presiones, prisiones. Gerardo Delgado. Galería La Caja China (General Castaños, 30), Sevilla. Hasta el día 18.

Una nota reiterada en el arte moderno es la renuncia a la unidad formal de la obra. A veces se presenta de modo narrativo, como en un cuadro de Degas, El vizconde Lepic y sus dos hijas, llamado también Plaza de la Concordia: las tres figuras están fragmentadas y aisladas entre sí, mientras a la izquierda un hombre queda longitudinalmente seccionado por el límite del lienzo. Pero la quiebra narrativa tiene raíces estructurales. La imagen moderna evita los espacios impuestos: rehúye la perspectiva geométrica y escapa de la gradación de luz y sombra del chiaroscuro, para construirse mediante breves pinceladas que modelan la figura con color o insistiendo en un cuerpo cuya rotundidad organiza el conjunto del espacio o relacionando entre sí y con el pintor diversos cuerpos. La idea de contemplación, que presidía el sereno espacio de la pintura tradicional, se debilita en favor de la mirada que no rehúye el hallazgo inesperado, se recrea en lo heterogéneo que puebla las calles de la ciudad y busca la vida individual oculta en el apresurado anonimato de las multitudes urbanas. Todo ocurre como si un valor cultural, el orden, cediera su protagonismo al ritmo.

Esta alteración desborda a la figura y se transfiere a formas abstractas. Mondrian hace que su severo lenguaje (líneas perpendiculares, planos de colores básicos -rojo, amarillo, azul- y de la gama gris) coexista con la asimetría en cuadros cruzados siempre por la tensión entre formas, que tienden a salir de de los límites del lienzo, y el marco que las retiene en el rectángulo. Con ello, el ritmo desborda el cuadro mismo y contamina con su vigor la pared que lo rodea.

Esta conexión entre la unidad del cuadro que se antoja precaria y los ritmos que surgen de esa misma precariedad es nota recurrente en la obra de Gerardo Delgado (Olivares, Sevilla, 1942). Se advierte ya esa preocupación en una instalación de 1975 (pudo verse hace algunos meses en el Centro Andaluz de Arte Contemporáneo): el espectador, al entrar en los exiguos espacios que dejan entre sí grandes telas industriales colgadas del techo, experimenta el turno de estabilidad y movimiento que él mismo crea al pasar. Algo después, en dípticos pintados sobre lienzo y madera, cada mitad parecía cuestionar a la otra y a veces, como en el titulado Doble con plano azul, el cuadrado incompleto que se anuncia a la izquierda y la suave oblicua que cruza los campos de color de la derecha llevan la inquietud a ambas piezas del díptico. Seguirá la serie llamada El lugar de la forma (1981-83) en la que una forma, definida en principio con exactitud, resulta de hecho cuestionada por el fondo que la rodea. Aún cabría citar El Caminante, una extensa serie fechada en los años 90, donde una figura, firme aunque muy envuelta por un denso trabajo de veladuras, en la parte superior del cuadro, contrasta con las sucesivas filas de elementos vagamente geométricos de la mitad inferior. Recientemente, Rutas, una de las series más logradas de Gerardo Delgado, fusionaba en cada pieza la exactitud geométrica de la red de cuadrículas con un quehacer pictórico pleno de sensualidad, pese a la severidad de los colores empleados.

La serie que ahora presenta, cuyos primeros elementos expuso el pasado año en Madrid, vuelve a abrir ese espacio incierto en el que coexisten la firmeza (consistente, no serena) de ciertas formas con otras que parecen surgir, como intempestivo pero fecundo germen. No es casual que la haya titulado, con humor, Rataplán: las parejas de cuadros que forman la serie, como ocurre con el redoble del tambor, anuncian y prometen, pero a la vez desconciertan. En cada caso, el cuadro de mayor tamaño contiene ya cierta tensión: campos de color de perfiles ondulados amenazan la cuidada construcción de un enrejado formado por finos planos verticales. Esta tensión ciertamente potencia los grandes cuadros: parecen expandirse en los muros de la galería de modo que, como observará el espectador sensible, el recinto parece ensancharse, ganar amplitud, dilatarse e invitar además al silencio. Pero junto a cada uno de esos cuadros cuelgan sus respectivos compañeros: de dimensión mucho menor, parecen mensajeros de la inquietud. Un trazo de intenso color cruza el lienzo, a veces en una diagonal y de modo tan directo que se antoja una pincelada extemporánea. Inoportuna y a la vez fértil, cargada de posibilidades.

La muestra hace pensar en el texto en que Jasper Johns oponía las miradas del vigilante y el espía. Aquél guarda el orden, lo conserva y se satisface en él, mientras el segundo trata de leer lo que no está a la vista y atiende a cuanto puede surgir o lo espera. Quizá Gerardo Delgado, su obra, sea una permanente invitación para que hagamos nuestra esta segunda mirada.

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