Crítica 'Snowpiercer'

Mortadelo y Filemón en el tren del apocalipsis

Snowpiercer. Ciencia ficción, Corea del Sur / EEUU, 2013, 126 min. Dirección: Bong Joon-Ho. Intérpretes: Song Kang-ho, Ed Harris, Jamie Bell, John Hurt, Tilda Swinton, Chris Evans. Guión: Bong Joon-ho y Kelly Masterson, basado en la novela Le Transperceneige de Jean-Marc Rochette, Benjamin Legrand y Jacques Lob. Fotografía: Hong Kyung-pyo.

Tras los éxitos de Crónica de un asesino en serie, The Host y Mother el realizador surcoreano Bong Joon-ho aborda su primera coproducción con capital americano y surcoreano en la película más cara de la historia del cine de su país (40 millones de dólares amortizados solo con las primeras proyecciones en Corea del Sur). Capital americano y surcoreano, pues, para que un director surcoreano adapte una novela gráfica francesa de Jacques Lob y Jean-Marc Rochette. La globalización. La acusada personalidad del tan poético como violento, y tan trágico como dado al humor negro, realizador naufraga en esta gigantesca y cara máquina que intenta conjugar rasgos del cine de autor con la violencia y la espectacularidad del actual cine de acción y efectos.

Enésima distopía -esperemos que esta avalancha de futuros devastados, herrumbrosos, bárbaros y pos humanos no sea tan profética como las películas de asesinos locos y monstruos del cine alemán anterior a 1933- que en este caso imagina un mundo congelado del que toda vida ha desaparecido, cruzado por un larguísimo tren en movimiento perpetuo en el que viven los únicos supervivientes, ordenados en un rígido sistema de clases que condena unos a la miseria en los vagones inmundos de cola mientras otros gozan del lujo en los corruptos, horteras y desmadrados paraísos sobre ruedas de los vagones más próximos a la locomotora. La lucha de clases en un Arca de Noé sin bichos, agravada por la extrema crueldad con la que los desgraciados son tratados por los poderosos, desemboca en la inevitable revolución de los desesperados.

Metrópolis horizontal y ferroviaria, o Brazil sobre ruedas y a toda velocidad (uno de los personajes se llama, no casualmente, Gilliam), como metáfora social esta película es muy burda en su simplificación y excesivamente deudora de, además de las citadas, otras melancólicas reflexiones sobre el futuro. Incluso, no sé si por casualidad o por la lógica fobia anticomunista de los surcoreanos, los hacinados vagones de los miserables embutidos en mantas deshechas, abrigos raídos y trapos sucios me recordó al mísero vagón de Doctor Zhivago en el que los protagonistas, también en medio de un mundo helado, huyen de Moscú. Trufado con el Mad Max de la Cúpula del Trueno. En sus peores momentos me ha recordado a Micmacs de Jean Pierre Jeunet e incluso a El milagro de P. Tinto o La gran aventura de Mortadelo y Filemón de Fesser.

Tal vez lo peor de esta película sea la deuda contraída con Terry Gilliam -aspirante a delirios kafkiano-fellinianos que siempre queda por debajo de sus ambiciones- porque el exceso grotesco y el humor negro no están bien hilvanados con la crítica y la violencia. Lo involuntariamente ridículo o grotesco pesa sobre no pocas partes de la película. El exceso requiere un talento superior para ordenarse. Este director lo tiene, desde luego. Pero tal vez no tanto como para jugar tan fuerte a lo excesivo, lo grotesco y lo ridículo; que acaban volviéndose contra él. Tras la deuda con Gilliam lo peor es el énfasis crítico apocalíptico, justiciero y hasta metafísico (la divinización de la locomotora). Los discursos en defensa de la rígida sociedad estamental son grotescos y superficiales. La lucha de clases y la revolución son tratados como una verbena. Tal vez sea otra deuda, esta vez con respecto a la novela gráfica en la que se inspira, el origen de estas simplificaciones que se resuelven en banalidades infladas. No lo sé porque no la he leído, pero un aire de tebeo recorre toda la película.

¿Lo mejor? La acción. La primera media hora, hasta que empieza la leña, es plúmbea. Con el inicio de la insurrección la cosa se anima. Después hay otro bajón, porque la llegada a los vagones opulentos es grotesca, hasta que los estallidos de violencia (excesiva) compensan el crecimiento filosófico que desemboca en una apoteosis de irrelevante trascendentalismo que recuerda más a El mago de Oz (o su versión ye-yé de Boorman, Zardoz) que a otra cosa. Mucho ruido, mucho dinero, mucho metraje y pocas nueces.

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