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Cultura

La Muerte como inspiración

Si hace 15 años alguien nos hubiera dicho que podríamos asistir en Sevilla a tres conciertos de Gustav Leonhardt en una misma semana, nos hubiera entrado la risa floja y lo hubiéramos tomado por loco. Pero lo impensable y lo inimaginable se ha hecho realidad. Y aún más, porque en los tres últimos meses nos ha visitado el maestro de maestros en otras dos ocasiones, una como organista en Marchena y otra como director al frente de la Orquesta Barroca de Sevilla. Todo un lujo y toda una ocasión histórica para conocer en todas sus facetas como intérprete a uno de los padres más venerables de la Música Antigua.

El tiempo parece haberse detenido para este activísimo artista que está a punto de cumplir ochenta años y que sigue fiel a sí mismo y a sus convicciones estilísticas. Mucho han cambiado los presupuestos interpretativos del Barroco en estas útimas cinco décadas, pero quien no ha cambiado un ápice es él mismo, imperturbable a modas y avances en la expresividad de la ejecución musical. Ajeno al tiempo y al mundo, su mera figura impone respeto por su seriedad y su gravedad, hasta el punto de que nadie se atrevió a aplaudir entre obras. Todo giró en su recital al clave en torno a la gravedad de la reflexión sobre la muerte, precisamente en la apoteosis de la Muerte que es la iglesia de la Caridad, desde la Allemanda gravis de Dumont al panegírico funerario (Tombeau) de Couperin, recalando en la impresionante Meditación sobre mi muerte futura de Froberger. Ahí Leonhardt se sustrajo del tiempo y del espacio con una sobriedad y una profundidad absolutas. Pudo faltar algo más de agilidad en las figuraciones más rápidas de Couperin, pero es evidente que en las piezas más libres (Prélude non-mesuré de D'Anglebert, por ejemplo) su asimilación del sentido dramático del fraseo, del uso agónico del silencio y de los cambios de ritmo es tal que conseguía un inigualable grado de abstracción.

El problema vino, además de con las lógicas mermas mecánicas de la edad (muchas notas falsas, pasajes complejos ralentizados), con la monotonía expresiva, con la falta de variedad en el fraseo y en la igualdad en la acentuación en las obras más mundanas, descriptivas y galantes, especialmente en las de Rameau, donde a los Menuets les faltó chispa y un ritmo más punzante. Hoy buscamos un mayor despliegue de contrastes dinámicos y una mayor fantasía a la hora de remarcar los tiempos fuertes de los compases, un más fluido juego con el tempo y una más abundante capacidad de ornamentación. Poco de ello es ya esperable de este sobrio, riguroso (a veces rígido), ensimismado y humanamente profundo artista que ya es per se Historia.

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