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Murillo, entre lo celeste y lo terrenal

  • Antonio Lucas, Curro González y Luis Antonio de Villena clausuran las jornadas convocadas por el Ayuntamiento y la UIMP

Antonio Lucas, Curro González, Carmen Aranguren y Luis Antonio de Villena, ayer en Santa Clara.

Antonio Lucas, Curro González, Carmen Aranguren y Luis Antonio de Villena, ayer en Santa Clara. / antonio pizarro

Las naturalezas muertas, el uso del espacio y la posible influencia de Caravaggio en la obra de Murillo centraron anoche la última de las jornadas que la Casa de los Poetas ha dedicado esta semana al IV Centenario del pintor sevillano en colaboración con la UIMP.

Antonio Lucas, escritor y premio Loewe de poesía, abrió la mesa de debate moderada por la galerista Carmen Aranguren con la convicción de que "Murillo, aunque no aborda como Zurbarán o Meléndez el género de las naturalezas muertas, logra subrayar lo terrenal al incorporar a su obra objetos que, como los melones o las uvas, expresan el pálpito de la vida".

Admirador de la "claridad privilegiada y transparente" de su pintura, Lucas destacó el modo en que Murillo reflejó su naturaleza soñadora (frente a la crudeza de la primera generación barroca) en esos cuadros protagonizados por ángeles fabulosos que a él le sugieren "los motivos alados y suspendidos de los cuadros de Chagall".

Con su extraordinaria habilidad técnica, Murillo incorpora los aparejos de la naturaleza muerta (la loza, la fruta) y mediante esa toma de tierra configura un tiempo detenido que nos acerca algo milagroso y feliz. "Murillo traza un story-board donde capta el ambiente de Sevilla y es capaz de transmitir el latido de la calle mediante ese muchacho que muerde una manzana, una fruta que es más plástica que real y nos revela su propia conciencia onírica".

Muy distinta fue la línea argumental de Curro González, que comenzó recordando la nula influencia de Murillo entre los pintores de su generación (la figuración sevillana que emerge en los 80), en parte por la calidad pésima de las reproducciones de su obra no religiosa. Sin embargo, González recuerda con nitidez cómo tomó conciencia de su grandeza al descubrir el Autorretrato de la National Gallery de Londres. "Murillo firma ahí una metáfora de la pintura como engaño y ficción, y un tratado de lo que es el oficio de pintar en Occidente: cómo una mancha genera la ilusión del espacio, cómo unas pinceladas rosas producen la ficción de la presencia humana. Murillo introduce al espectador en el juego de la pintura al colocarlo delante de una ilusión, del empeño por atrapar lo inefable, y acerca la poética posterior del pintor como fingidor de presencias y buscador de lo sublime".

En esa tarea que caracteriza a la pintura barroca de representar lo sagrado, lo que está en un espacio por encima del hombre, Murillo "tuvo la suerte de tener éxito en vida y la desgracia de que la fama lo condenara a una interpretación decreciente con el paso de los años. Del Murillo de la realidad y los pícaros pasamos al Murillo dulce de los rompimientos de gloria que derivará en lo que será el rococó, un estilo lleno de gracia y belleza que él fue combinando a lo largo de su trayectoria de distintas maneras", prosiguió González.

Una obra interesante para valorar su capacidad de resolver esa bipolaridad es la Visión de San Antonio de la Catedral de Sevilla donde plantea un juego de espacios: por un lado, el espacio real del santo en estado de éxtasis y, por otro, el espacio celestial de las glorias al que desea acceder. Según González, Murillo domina a la perfección el oxímoron, la figura retórica donde se unen elementos opuestos: lo visible y lo invisible, lo real y lo irreal. "Crea una tensión, una hendidura entre ambos planos mediante la unión de luces y sombras, de la blancura del espacio celeste y la oscuridad del real. Se han ensalzado sus elementos iconográficos pero no tanto su dominio del espacio y su habilidad para saltar los límites, que para mí es lo más interesante de su obra".

Por último, el poeta Luis Antonio de Villena ahondó en la posible deuda de Murillo con Caravaggio a través de Ribera y Velázquez. El autor del libro Caravaggio, exquisito y violento se extendió en la revolución iconográfica asumida por el italiano. "Aunque en el Barroco casi todos los artistas pintaban del natural, él se valió de prostitutas y chaperos para componer escenas sacras que sus comitentes muchas veces rechazaban, lo que propició que el cardenal Borghese las comprara a un precio más bajo, fondos que hoy atesora la galería romana del mismo nombre".

Esos personajes desgastados y mal vestidos, esos peregrinos con los pies sucios, llegarán a la pintura de Murillo a través de Velázquez para dar forma no sólo a sus cuadros costumbristas y populares sino también a los santos más ásperos, como San Pedro en Lágrimas.

"Sin embargo, en sus Vírgenes la diferencia es absoluta, pues si las de Caravaggio son por lo general prostitutas, las de Murillo, aun partiendo de bellas muchachas sevillanas, son mujeres idealizadas que, siguiendo los preceptos de la Contrarreforma, tienen un aire de dulcedumbre, belleza y mística. Y esa pintura suave y rosada, que no se había visto ni en Rembrandt ni en Rubens, ni por supuesto en Velázquez, es para mí lo más novedoso de Murillo", concluyó Villena.

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