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Cultura

Novela del explorador y el pícaro

  • Se publica ahora el primer libro de T. C. Boyle, 'Música acuática', acercamiento a la figura de Mungo Park de una posmodernidad brillante.

MÚSICA ACUÁTICA. T. C. Boyle. Trad. Manuel Pereira. Impedimenta. Madrid, 2016. 656 páginas. 22,50 euros.

Uno de los arquetipos más perdurables de la modernidad, que corre en paralelo a la acotación y cuadriculación del mundo, es el arquetipo del pícaro. A él se debe un nuevo aventurerismo, económico y social, que se hará respetable en la figura del explorador, pero que antes ha fatigado las ciudades de Europa y ha embarcado, maltrecho y fugitivo, en las naos que se dirigen al Nuevo Mundo en pos de un oro fabuloso. Digamos, pues, que pícaro y explorador, Lázaro y Cristóforo Colombo, son dos aspectos, a veces antitéticos, de una nueva concepción de la realidad, en la que el linaje ha devenido secundario. Ahora es el hombre ayuno de apellidos, de rentas, de pasado, quien se cierne sobre el globo en un gesto de apropiación (a veces indebida), que es también un gesto de indagación científica y dominio político del orbe. Las nuevas utopías de Moro, de Campanella, de Filarete y Bacon, no pueden engañarnos a este respecto. Y es el final de este proceso, que culminaría en el colonialismo del XIX, el que T. C. Boyle abordó en su primera novela, Música acuática (1981), ahora publicada por Impedimenta.

No parece, casual, por otra parte, que Boyle escogiera la malograda figura de Mungo Park para ofrecer una visión satírica de aquel amplio movimiento de exploración, que se sustanciaría, ayudados de una precisa cartografía, en los grandes imperios del XIX-XX. Si la doble exploración de Mungo Park permitió conocer el curso del Níger y las vastas regiones circundantes, también propició cierto conocimiento que operaba en contra del ideal russoniano del buen salvaje: la existencia de una hostilidad tribal y de unos ritos bárbaros que, en la otra punta del siglo, Conrad convertirá en una visión adversa del estado de naturaleza. Boyle, pues, acude a la accidentada expedición de Mungo Park, no para restituir, de algún modo, la épica y la técnica del ideal ilustrado; sino para ofrecer una visión posmoderna de aquellos hechos, en la que dicho ideal ya es sólo entendible como farsa. Esto quiere decir, en primer término, que Música acuática no pretende ser una novela histórica. Pero significa, de igual forma, que Boyle tiene un abundante conocimiento de la época, y que no ignora los resortes culturales que pusieron en marcha aquel portentoso mecano, del que Mungo Park era exponente, beneficiario, transmisor y víctima. La prueba manifiesta de tal pericia es la contraposición del personaje del explorador, algo ridículo e insostenible, con la del pícaro y buscavidas Ned Rise. De la contrastación de ambos personajes nace la secreta coherencia de Música acuática. Una coherencia, sin embargo, que ya no se sustenta en el arrojo, en el pundonor, en la abnegada y laboriosa visión del mundo que caracterizan tanto al pícaro de Dickens como al Robinson de Defoe. El nervio oculto de Mungo Park y Ned Rise quizá sea la sed de notoriedad y la supervivencia desnuda. Y son estas cualidades las que se trasladarán con ellos al África de finales del XVIII, con las consecuencias que cabe imaginar, y que ya conocemos por la literatura y la Historia.

En este sentido, conviene señalar que Conrad, en El corazón de las tinieblas, no establece, como suele pensarse, un inventario de la abominación y la culpa, tras ser testigo de la monstruosa explotación del Congo belga. Quienes hayan leído a Conrad saben que lo que ocurre, en cierto modo, es lo contrario. En El corazón de las tinieblas, lo que se postula es el carácter demoníaco de la Naturaleza y su efecto perverso, enloquecedor, sobre el hombre blanco. No un exceso del hombre civilizado sobre la humanidad tribal de aquellas tierras; sino una suspensión de la civilización, debida a un espíritu maléfico -el horror, el horror- que se abate sobre el colonizador del norte. Este Boyle sarcástico y erudito de Música acuática sabe que tal perspectiva es tan errónea como exculpatoria. Y sabe también que aquella Naturaleza sanguinaria, aquella selva hermética y sagrada que fabuló Conrad, no es más que una creación cultural del XIX, tan refinada y poética como el Oriente de Twain y el capitán Burton, y ambas susceptibles de ser recogidas en la categoría, más amplia y más precisa, de lo exótico. Que todo este entramado histórico y cultural venga filtrado por el sarcasmo, no es sino uno de los modos en que la posmodernidad se manifiesta. Una posmodernidad brillante y desvergonzada en el caso de Boyle, cuyo nudo, sin embargo, no es el relativismo, sino una visita humorística, una versión acre y ligera, de una vieja forma de acercarse al mundo: la honesta curiosidad del explorador, muerta, como Mungo Park, en algún lugar del África.

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