Cultura

Renacimiento: Una historia inagotable

  • La editorial Tecnos reúne en una obra estudios de diez especialistas sobre un periodo fascinante

El programa de renovación cultural y política del Renacimiento supone una de las empresas más relevantes de la historia humana, un decisivo cambio de paradigmas, un relato inagotable a cuyo estudio e interpretación se suma el libro coordinado por Moisés González García y Antonio Sánchez que acaba de publicar la editorial Tecnos en su colección Ventana Abierta. Ocho especialistas, Francisco Calero, Hugo Castignani, Jordi Claramonte, Susana Gómez López, Miguel Ángel Granada Martínez, Inmaculada Hoyos Sánchez, Juan Ignacio Morera de Guijarro y Francisco Páez de la Cadena Tortosa, son, junto a los coordinadores, los autores de los 18 ensayos que contiene Renacimiento y Modernidad, una obra por la que desfilan Nicolás de Cusa y Petrarca, Juan Luis Vives y León Hebreo, Maquiavelo, Erasmo y Galileo.

"Nuestro objetivo", explica Sánchez, "ha consistido en volver a visitar una época convulsa, extremadamente compleja, insistiendo en aquellas líneas de pensamiento, filosóficas, literarias o artísticas, que desembocan en la naciente modernidad del siglo XVII, no solo porque constituyen un preámbulo de los modos de la cultura moderna, sino incluso porque en muchas ocasiones el Renacimiento desarrolla posibilidades que van a entrar en abierta confrontación con la ciencia o la política que se desarrollará siglos después. Es un periodo de experimentación, de constante ebullición de ideas, a veces muy deudoras de filosofías pasadas y otras tremendamente originales. Precisar esos detalles constituye todavía una tarea de enorme interés para el historiador de la filosofía".

"En publicaciones anteriores", añade Sánchez, "ya habíamos explorado la repercusión de la teoría política del Renacimiento en la filosofía posterior. Con Maquiavelo en España y Latinoamérica (Tecnos, 2014) y Utopía y poder en España y América (Tecnos, 2015) nos habíamos dedicado a observar la recepción en el ámbito de la cultura española de dos momentos clave en el pensamiento político renacentista: la teoría del poder de Maquiavelo y los proyectos utópicos de Estados ideales. Ahora, con esta publicación, creíamos llegado el momento de ofrecer una visión más amplia, más completa, recorriendo todo el espectro de la cultura del Renacimiento: la teología, la política, el arte, los estudios filológicos, el humanismo, el amor, la filosofía, la mística, la ciencia, el nuevo género de la novela... Para poder llevar a cabo lo que se presentaba como una obra considerable, intensa, requerimos la colaboración de un conjunto de profesores con los que tanto Moisés como yo hemos compartido aulas y textos, profesores que podían ofrecer una excelente perspectiva al escribir sobre temas que han constituido materias destacadas de su recorrido intelectual. Y yo creo que no ha quedado nada mal".

El término "revolución cultural del Renacimiento", indica el profesor de la UNED, "ya se ha convertido en un lugar común desde que Eugenio Garin, uno de los padres de la moderna historiografía de este periodo, lo propusiera en un texto de 1967. Por una parte, con él se ponía de manifiesto un cambio de mentalidad con respecto a los siglos anteriores, que había que situar de manera más precisa, porque no podíamos seguir manteniendo el viejo mito ilustrado de un retorno de las luces clásicas frente al oscurantismo medieval, aristotélico y escolástico. Había que volver a pensar en qué consistía realmente el cambio que el Renacimiento estaba ocasionando, superando las antiguas fábulas del siglo XIX y las diatribas de hombres como Lorenzo Valla o el mismo Petrarca. Y en parte esa fue una de las grandes aportaciones de Garin, que todo filósofo ocupado en el Renacimiento no puede dejar de admirar. Esta obra que ahora presentamos comienza precisamente situando el nacimiento de la mentalidad renacentista en sus justos términos, porque no consistió en una ruptura abrupta con unos tiempos sórdidos, irracionalistas, ese Medievo al que se le achaca la cifra de mil años de barbarie y necedad. Todo lo contrario. Los nuevos poetas se alzan contra el racionalismo de la lógica y la física de Aristóteles que se enseña en las facultades, y contra una teología escolástica que ha convertido la fe en un juego dialéctico. Casi que podríamos decir que se enfrentan a un exceso de racionalismo, aunque después la Ilustración leyera, para justificar su posición, esta controversia en otros términos. Buena muestra del diálogo tenso con la tradición medieval lo encontramos en la obra de Cusa, que no puede olvidar su formación y sus deudas. Moisés González, en el prólogo del libro, nos propone con la precisión que le caracteriza cuáles fueron los elementos del cambio, en qué constituyó realmente la ruptura de la nueva mentalidad".

"Por otra parte", continúa, "se trataba también de poner de manifiesto que esta revolución no se había resuelto en un mero acto de rebeldía juvenil, en un conjunto de anécdotas. El Renacimiento iba a labrar un nuevo concepto del hombre y de la naturaleza, un nuevo modo de entender lo divino, la llegada de otra forma de plantearse el problema del gobierno y la república, un cambio en la teoría del derecho, nuevos modos de conocimiento y relación artística y técnica con la realidad, nuevos géneros literarios, una nueva ciencia y un nuevo modo de decirse el hombre y decir sus cosas, ese artilugio endiablado de la novela. Al fin y al cabo, la transformación fue tan profunda que llegó desde los confines del planeta, desde el Nuevo Mundo, hasta los fogones, y quien no se lo crea que lea el libro de cocina de Leonardo da Vinci".

Uno de los primeros capítulos de la obra, firmado por Sánchez, está dedicado a Nicolás de Cusa, "uno de los hombres más poderosos de su época y al mismo tiempo más humildes. Un renacentista de sólida formación universitaria, alemán y grandísimo teólogo, que alcanzó la dignidad de vicario general de Roma. Y su figura es crucial porque recoge, por una parte, el legado de una antigua tradición medieval que se remonta a los maestros de la teología neoplatónica, o a los grandes lógicos, como Ramon Llull, y porque, por otra parte, se nos muestra capaz de reinterpretar toda esa tradición para exponer, de un perfecto modo sistemático que no alcanzaría ningún humanista, una completa teoría de las relaciones entre Dios, el mundo y el ser humano, ese nuevo vínculo entre el espíritu y las cosas, ese ser intermedio, hermético, que Pico della Mirandola y Bruno ensalzarían en sus obras. En Cusa no solo encontramos una revelación del nuevo carácter del hombre como ser fabuloso, como gran taumaturgo, sino una íntegra teoría filosófica que explica el conjunto del universo y que después será elogiada hasta por el mismo Hegel, su célebre compatriota. En Cusa nos damos cuenta de que el neoplatonismo va a ser el lenguaje del Renacimiento, y que ese neoplatonismo bebe de fuentes muy lejanas. Como ya dijera Rudolf Eucken, estamos ante un pensador en la frontera de dos mundos".

Indisociable del Renacimiento es el concepto de humanismo, que, apunta Sánchez, "tiene tres raíces", literaria, política y religiosa: "Nos encontramos con personalidades que prosperan desde alguna de ellas y con otras que crecen desde las tres, ofreciendo una valiosísima labor de síntesis. En las grandes figuras del humanismo, Erasmo, Tomás Moro, Vives, por ejemplo, observamos cómo el intento de pensar una nueva ciudad, un nuevo sistema de convivencia de las naciones, pasa por la necesidad de renovar las relaciones entre los hombres y su forma de entender lo que les une a la naturaleza y a Dios, y que para ese esfuerzo es necesario volver a leer las fuentes, recuperar los lenguajes, volcarse en la perfección filológica, atender al espíritu de la letra, en latín clásico, en griego clásico, en hebreo. Estamos ante ese esfuerzo inconmensurable que construye la cultura europea y que nosotros hemos olvidado gracias a la necedad de los patanes que por todas partes nos rodean. Sobre todo en el terreno de la enseñanza. En el humanismo florentino, la figura magistral de Coluccio Salutati, canciller de la Signoria, lo que llamaríamos ahora ministro de Asuntos Exteriores, ya nos indica el camino que habrán de tomar los nuevos tiempos: la crítica al estado tiránico, el asentamiento de las bases del buen gobierno, de los fundamentos de la vida civil. Se trata de construir la República gracias a la labor de magistrados imparciales, sin la menor proclividad a venganzas e iras, gentes atemperadas y pacíficas que expresen la voluntad de los ciudadanos. O sea, el mismo sueño que ahora. Y Salutati sabe que para alcanzar ese objetivo es necesaria una buena formación en los autores clásicos. Atesora una magnífica biblioteca y reclama de Bizancio a Manuel Crisóloras, que enseñará en Florencia convirtiéndose en el primer gran maestro de griego del Renacimiento. La casa de Salutati es un lugar de estudio abierto a todos los jóvenes ávidos de letras, que le veneran como padre y maestro, por su saber y por la competencia que demuestra en todos los terrenos, incluso hasta en la correspondencia oficial, donde da muestras de una erudición brillante y fructífera. Este legado será recogido tiempo después por ese otro gran y apesadumbrado canciller de la República de nombre Niccolò Machiavelli".

Los avances que se dieron en los ámbitos de la ética y la política en los orígenes de la Modernidad constituyen una materia de gran estímulo para los investigadores: "Ocurre que de alguna manera el hombre del Renacimiento se ha quedado solo. Si antes los nombres de las cosas eran incuestionables y se vivía en un orden puesto por Dios que acogía a todas las criaturas, este nuevo hombre se ve ahora como un átomo suspendido en el vacío, poderoso pero incierto, afrontando la tarea de reinventar los lenguajes que le hablan de las cosas, de él mismo y de su relación con los otros hombres. Algunos piensan que tal situación no es más que una nueva forma de pensar el nominalismo del último Medievo. Sea como fuera, en ese nuevo paisaje lo que impera es la violencia, la tensión provocada por un orden roto. El Renacimiento es una época de una violencia desmedida en todos los ámbitos, no el remanso de paz, poesía y pintura con el que algunos pánfilos se la representan. Los hombres han de dominar el conflicto interno que provocan sus pasiones mediante una nueva ética y el conflicto social mediante una nueva política. Y ambas no siempre marchan juntas. Ya he señalado el esfuerzo de Salutati desde la Signoria por promover una forma de gobierno capaz de respetar la libertad y la dignidad humanas, un gobierno civil de concordia, gestado desde las virtudes cívicas que habían adornado al antiguo ciudadano romano. Los símbolos de la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza se muestran por doquier en las obras que decoran palacios y templos. La idea de concordia preside el pensamiento de la mayor parte de los humanistas y filósofos, desde Cusa hasta Erasmo, desde Pico o Ficino hasta Tomás Moro, y al mismo tiempo la guerra, religiosa, civil, territorial, internacional, cunde por todos los rincones del mundo conocido. El Renacimiento es una época magnífica y atroz. Estamos intentando pensar la libertad del hombre nuevo mientras se empiezan a consolidar los primeros Estados modernos, un preludio de las monarquías absolutas. En Europa mandan los tercios españoles. Ese enfrentamiento entre la virtud ética y la virtud política, entre el arte del buen gobierno dirigido por la justicia y la prudencia, y la estrategia de conservar el poder, pura razón de Estado, va a hacerse patente en la obra de Maquiavelo y en el pensamiento de Erasmo. Poder y guerra son las dos realidades ante las que ya no cabe buscar el amparo divino, sino el afán de los hombres. Y con esto se inaugura un nuevo espacio de reflexión que nos irá llevando a través de la historia moderna, por Hobbes, por Locke, por Rousseau y por muchos otros, hasta nuestros días, de nuevas violencias y nuevos miedos".

Otro vector inagotable de análisis es el progreso de las disciplinas literarias en el Renacimiento: "Ya hemos hablado de la relevancia de los estudios clásicos para las artes del gobierno. Y de la necesidad de construir un nuevo lenguaje, lo que supone también inventar nuevas formas poéticas, nuevos géneros literarios, nuevos procedimientos de expresión. Es el caso en los primeros momentos de Lorenzo Valla o Petrarca, labor que continuarán los florentinos, Erasmo, Moro, Vives, Nebrija y tantos otros. La poesía, la oratoria, la retórica y la gramática se convierten de nuevo en el plan de estudios que ha de renovar al hombre, otrora sumido en inútiles ejercicios de física y teología aristotélica. El renacentista es, ante todo, filólogo y gramático. La vuelta a los antiguos textos y a las antiguas lenguas, la fundación de magníficas bibliotecas, el recurso a los sabios orientales hebreos y griegos, la necesidad imperiosa de volver a la verdad original del cristianismo gracias a una nueva lectura del texto sagrado, el invento de la imprenta, crucial y demoledor, todos son detalles que van a ir poco a poco propiciando que el hombre del Renacimiento se revele como un caballero de la espada y de los libros. Como Garcilaso de la Vega. Y aquí quería llegar yo. Este hombre que vaga solo por un mundo cada vez más inabarcable, este idiota que se ha formado casi a sí mismo en los libros, como diría Cusa, va a tomar conciencia de sí mismo en dos espejos: la ciencia que le pone ante la vista el gran libro del mundo y la novela que le refleja su propio ser de caballero andante y desvalido. El Discurso del método y el Quijote serán los dos grandes mapas de ese nuevo gran territorio que se abre ante nuestros ojos y que es la mente del hombre. Su yo. Obras ambas de dos soldados de las letras".

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