Es la Segunda serenata de Brahms una obra de agradable escucha, como corresponde al género, aunque con singularidades que hay que tener en cuenta para profundizar en su sentido: en primer lugar, la tímbrica, pues el compositor emplea una orquesta sin violines, trompetas ni timbales; en segundo, el Adagio situado justo en el centro de la composición (Brahms escoge el modelo mozartiano de serenata en cinco tiempos), escrito en modo menor y que causa un efecto de desasosiego, que parece estar pensado para compensar la ligereza de la obra, especialmente de su brillante rondó final. Latham-Koenig escogió una cuerda muy reducida (nueve instrumentos), generando con ello un equilibrio que favoreció a unas maderas que respondieron de manera impecable. De clásico, al fraseo le faltó un punto de acidez e intensidad, especialmente en ese Adagio que pasó sin pena ni gloria.
Contundente el arranque de la sinfonía haydniana, que el director británico condujo marcando con incisividad los acentos y las síncopas, encontrando momentos de reposo, como en las variaciones del Romance, de fraseo rubateado y dinámicas muy matizadas, y pasajes de una sugerente inestabilidad, como en ese hermoso Trío del Minueto, marcado por el solo visionario del fagot. Como luego en Mozart, Latham-Koenig buscó un sonido sin vibrato, pero no renunció a las densidades de la cuerda, lo que se apreció sobre todo en el Allegro inicial de la obra mozartiana, que se fue aligerando y haciendo más liviana hasta su final radiante y cuajado de sorpresas.
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