Cultura

Travesía de una colección

  • El Cicus muestra hasta finales del próximo mes una muy ambiciosa selección de piezas unidas, en su gran diversidad, por un aspecto: su condición estrictamente monocroma

Estamos ante una exposición ambiciosa, quizá en demasía, por el número y por la diversidad de obras. Destacaré, por eso, algunas piezas y las agruparé intentando ser útil al espectador.

Hay obras que hacen honor al título de la muestra: son estrictamente monocromas. Destacan cuatro de ellas, aunque partan de concepciones muy diversas. La de Carlos Alcolea (La Coruña, 1949-Madrid, 1992) es una obra valiente: un trabajo experimental dentro de su reflexión sobre la pintura y el trabajo de pintar. Alcolea la llevó a cabo sobre soportes del mismo material y con las mismas medidas: cartulinas de 100x70 cm. Hay en la obra un rostro esbozado (tal vez surgido del azar), un color, el azul, que reiterará más tarde en sus piscinas, y una materia tan abundante que hace pensar en una mirada irónica hacia el informalismo. Distinta intención es la de Jason Martin (Jersey, Inglaterra, 1970): subraya sobre todo el color y la materia del pigmento, trabajándolo casi como una escultura: los ordenados surcos de color de otras obras suyas se convierten aquí en un relieve más espontáneo cuyo modelado quizá guarde el ritmo de los gestos del autor. La potente obra de Victor Pimstein (Ciudad de México, 1962), Muro de ladrillos, retiene y simplifica los valores del paisaje. Finalmente, Rainer Splitt (Celle, Alemania, 1963: expuso en 2014 en la galería sevillana AJG) enfatiza el aspecto invasivo del color: sus mareas de color, en el interior de ciertos volúmenes o en el suelo de la galería, son metáforas de la resistencia del color a ser apresado por la palabra exacta o el concepto preciso: el color nos llega y nos toca, pero se resiste a ser racionalizado.

La exposición presenta, demasiadas obras, pero merece la pena dedicarle el tiempo que requiere

La presencia de la materia, que se advierte en la cuatro obras citadas, también se detecta en las de Antonio Ballester Moreno (Madrid, 1977) y Pamen Pereira (Ferrol, 1963). Ballester trabaja sobre yute, despertando el sentido del tacto, y Pereira con humo, sublimación de un viejo cómplice del pintor, el carbón.

Una de las obras de mayor interés es Conjuntion, de Pablo Palazuelo. La serenidad del color contrasta con los variados ritmos de la línea, en un cuadro cuyas dimensiones se acercan a la relación musical de la cuarta perfecta, desiderátum de Alberti y otros arquitectos renacentistas.

Palazuelo (Madrid, 1916-2007) introduce trabajos con más peso conceptual que crecen además en tierra de nadie, entre pintura y escultura. Así, el relieve del Equipo 57 que muestra con claridad las tensiones espaciales que investigaba aquel colectivo. En un sentido diferente, Lawrence Carroll (Melbourne, Australia, 1954) construye cuadros tridimensionales, volúmenes que remiten a la tensión entre exterior e interior, característica de los objetos que dan título a la obra, Ventanas. Parecida tensión sugiere la obra de Wolfram Ullrich (Würzburg, Alemania, 1961): un rombo de 81 centímetros en su diagonal mayor y 5,5 de grosor, en el que la pintura, aplicada sobre el volumen de acero, hace vibrar el muro del que cuelga. Frente a estas obras, el Paisaje esquemático de Ñaco Fabré (Palma de Mallorca, 1965) es un sencillo recuerdo al secreto del paisaje: la armónica convivencia de formas dispares. Insistiendo más en el concepto, Tight (Light Yellow/Yellow), de Ángela de la Cruz (La Coruña, 1965), es un lienzo pintado, plegado de modo que ajuste en el marco que lo contiene. Finalmente, Cascada, de Edgar Negret (Popayán, Colombia, 1920- Caracas, Venezuela, 2012), sin duda una escultura, posee sin embargo la fluidez del color, un rojo que se desliza por la superficie de las sucesivas láminas curvadas de aluminio.

Querría destacar además dos piezas estrictamente conceptuales con dignidad de poema visual. Stefan Brüggemann (Ciudad de México, 1975) une texto y pintura de aluminio para esbozar una imagen de la memoria que es a la vez espejo que sorprende, al reflejar huellas de lo ya olvidado, y a la vez tablero donde sólo hay escritos fragmentos. También Daniel Canogar (Madrid, 1964), con un desmembrado teclado de ordenador, evoca la memoria aunque con un peso mayor del cuerpo que pulsó las teclas.

Termino citando tres fotografías, distintas entre sí, pero análogas en interés. La de Ángeles Agrela (Jaén, 1966), Camuflaje, juega con el color del jardín que absorbe y oculta el de la figura: un cuerpo embutido, casi por completo, en un extraño vestido verde. La obra une color, rasgos pictóricos y una idea, hace tiempo cultivada por la autora: la cercanía entre el traje y la escultura. Claudia Terstappen (Alemania, 1959), en Centros de poder, construye un campo de fuerzas con ecos mitológicos que conecta bien con el apasionado reitial que recoge la gran fotografía de Cristina García-Rodero (Puertollano, 1949). La muestra requiere tiempo, pero merece la pena dedicárselo.

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