Crítica de Cine

Varda y las malas compañías

Hay críticas que no gusta escribir. Por ejemplo, la de esta última película documental de la muy querida Agnès Varda, si acaso uno de los contados mitos (vivos) del cine que uno haya tenido. En todo caso, siempre podremos echarle la culpa a las compañías, que aquí además tienen nombre de malo de telenovela, el fotógrafo que responde a las siglas de JR y que se esconde, en su pose de artista hipster, tras unas gafas de sol oscuras.

Caras y lugares parece exprimir demasiado la autoconciencia del último tramo de la filmografía de Varda, ese que, desde la fundacional Los espigadores y la espigadora, ha hecho del viaje y el encuentro con las gentes anónimas de Francia un asendereado esquema episódico para reflexionar sobre la sociedad, la precariedad, el arte y los vestigios del humanismo o el gesto político en tiempos globales y digitales. Y lo hace con las herramientas habituales pero un poco más a lo grande, un poco más pulido y bonito, un poco menos espontáneo y azaroso a pesar de la declaración de intenciones y de una estructura que, con el pretexto de hacer partícipes y protagonistas a los franceses de su propia obra de arte, acaba revelando una cierta pose arty y una superficialidad que no casan bien con el rigor, el pensamiento y el juego en formas ensayísticas hondas y libres habituales de su directora.

Varda y JR salen al encuentro de trabajadores, ganaderos, carteros, camareras, campaneros y viejos hippies a los que retratan en sus casas, en sus fábricas o en sus granjas, para luego colocar esas imágenes a tamaño gigante junto a ellos a modo de gran instalación al aire libre. Es tal vez en ese gesto documental donde Caras y lugares asume su lugar performativo en la esfera del arte contemporáneo (y de la obra de Varda) destinado a registrar y recolectar la memoria (visual) de las gentes y los lugares.

La obra también quiere subrayar el diálogo y el legado entre generaciones, a través de un explícito buen rollo que termina convirtiendo a Varda en una suerte de autoparodia de ella misma como abuela moderna y a JR en un molesto catalizador de aventuras geriátricas en una furgoneta tuneada.

Si la despedida amable de Cartier-Bresson ante su tumba apunta otro de los temas del filme (la muerte), el amargo e impúdico epílogo a las puertas de la casa de Godard en Rolle (Suiza) confirma un cierto espectáculo impostado que nunca antes había asomado de manera tan obvia y artera en una de las carreras más impecables del cine moderno.

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