Crítica de Teatro

Vieja manía de echar el aliento

Obra de juventud para guardar en el cajón, La tristeza de los ogros quizás retrotraiga al belga Fabrice Murgia a un momento decisivo de su biografía artística y personal -un doble exorcismo de demonios-, y por eso le merezca la pena el buceo. A nosotros, tamaña solemnidad adolescente nos llevó a las representaciones del instituto, donde nunca hizo falta que se desencadenara una inesperada matanza para sentir abrirse ante uno los abismos más siniestros.

Alimentada por los casos reales de Bastian Bosse y Natascha Kampus y por el recuento porno-mediático de estas tragedias (la versión española también incorpora de pasada referencias a los asesinatos de Alcàsser), la obra de Murgia se toma demasiado en serio al adobar con la crónica negra más excepcional un mensaje nada original sobre el fin de la infancia y la apertura vertiginosa al mundo real, allí donde familiares y amigos no son del todo suficientes. Este clima de oscuridad impostada, que además abreva en un manido entendimiento audiovisual del espacio escénico, recibe algo de perspectiva de un Puck posmoderno que aquí encarna una extraña novia cadáver que parece ir por delante de la obra, riéndose un poco de ella aun sin dejar de añadir su óbolo de negritud.

Pero no tarda en comprenderse y sentirse que esta dosis de cinismo y melancolía nunca llegará a tumbar un juego demasiado teledirigido como para mostrar la más mínima debilidad. Murgia quiere decir cosas importantes y, en esos escenarios, el aleteo de la vida no tiene posible cabida.

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