Cultura

La aventura y el riesgo de ser individuo

  • La exposición dedicada al retrato de Caixafórum, a partir de los fondos de la colección de La Caixa, indaga en la tensión entre cada persona y los dictados que le impone la sociedad

Por lejos que esté Flandes de Italia, la firmeza de El hombre de la flecha de Memling sintoniza con la mirada de las mujeres de Leonardo (Gioconda o la jovencísima Ginevra de' Benzi). En esos retratos, de finales del siglo XV, hombres y mujeres no son devotos ni héroes, sólo revisten los rasgos singulares del individuo. Desde entonces el retrato apunta en esa dirección. Lo hace también hoy aunque señalando las trabas y limitaciones de tal singularidad. Sobre ellas medita esta exposición.

Para empezar, una paradoja. La adolescente de Günther Förg sugiere que poco hay más personal que la expresión del rostro. Pese a ello, la expresión puede ser codificada. Por eso podemos leer, en la obra de Roni Horn, las emociones en la máscara del payaso inmerso en la niebla. Es un tema recurrente en Horn: retrató a la actriz Isabelle Huppert haciendo de ella misma pero en los personajes que interpretaba en el cine. La singularidad del individuo tiene otra contrapartida: las raíces familiares. Gillian Wearing inscribe sus ojos en las imágenes de sus parientes y dos grandes esculturas suspendidas en la pared recuerdan al padre y al abuelo de Stefan Hablützel cuando tenían los años que contaba el autor al realizarlas.

No se niega por esto al individuo, pero su identidad siempre estará en tensión con la que le impone la sociedad. Rosemarie Trockel, con los logotipos de pura lana virgen y playboy, sugiere qué papeles deja a la mujer la sociedad patriarcal y los ágiles dibujos de Sue Williams denuncian fantasías eróticas machistas. Las fotos de Carrie Mae Weems (cedidas por el Centro Andaluz de Arte Contemporáneo) y el gran cuadro de Basquiat insisten en el pasado y el indudable presente del racismo. Más sutil es la obra de Sharon Lockhart: en sus imágenes apenas se distinguen los obreros de carne y hueso de los hechos en fibra por Duane Hanson. Ágil metáfora de la identidad social. A ello hay que añadir los rostros de quienes apenas tienen nombre porque sólo sabemos de ellos por ser víctimas o verdugos: así, las imágenes de Christian Boltanski, tomadas del semanario El Caso. Los individuos son ahí meros estímulos de instintos morbosos.

Esta reflexión sobre la identidad social presta eficacia a la ironía de Voy a hacer de mí una estrella, la obra de Carlos Pazos (cedida por el Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona, con quien La Caixa mantiene un inteligente convenio para la conservación de ambas colecciones). En colaboración con una maquilladora y un fotógrafo, Pazos se presenta a sí mismo bajo las convenciones de las revistas del corazón de los años 50, contaminadas del star system de Hollywood. En el extremo opuesto, la obra del sevillano Pedro Mora, referida a las identidades multirraciales en Estados Unidos. La gresite del retrato de la joven afroasiática, Amber Smoot, remite al mosaico, a la imagen digital y evoca las microestructuras del mapa genético, mientras la dimensión del mural busca visibilizar lo que suele ocultarse.

Otra vertiente de la condición del individuo es la caducidad. Dos obras reflexionan sobre ella: la extensa serie de Esther Ferrer y el silencioso vídeo de Óscar Muñoz. Ferrer, en una serie de 25 fotografías, muestra en su rostro el paso del tiempo: cada imagen une las mitades de otras dos, tomadas cada una en dos años sucesivos. Muñoz se autorretrata sobre una piedra calentada que de inmediato, al enfriarse, disipa sus rasgos.

Para terminar, dos obras. Una de otro sevillano, Curro González. Los pensadores, poetas o artistas extraviados en el tupido bosque sugieren los que alientan en la memoria y ofrecen, no erudición, sino criterio y capacidad de juicio. Junto a esta imagen del mundo reflexivo del individuo (fértil pese a su aparente desorden), un retrato, el que hace Gerhard Richter de su mujer. Parte de una foto (ninguna imagen, dice Richter, supera a la fotográfica) que traslada al lienzo con un cuidado, síntesis de contención y afecto. Es la figura de esa serena pasión que hace a los cuerpos cómplices y es la llama de la existencia individual.

No he citado todas las obras expuestas. La colección de la entidad financiera catalana (quizá la mejor de las privadas del país) no necesita referencias exhaustivas. El diseño del centro, pese a las dificultades del punto de partida, es más que convincente. La exposición también lo es (¡ojalá sea un presagio del futuro del centro!), aunque adolece de un exceso de obras, dada la capacidad de las salas: el autorretrato de Tápies queda en confusa tierra de nadie, la ubicación de la obra de Boltanski, aunque tiene sentido, no responde a los criterios expositivos del autor y el cuadro de Curro González hubiera merecido el respeto de la distancia adecuada. Tales deficiencias las puede suavizar una visita sosegada. La que merece la muestra.

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