Cultura

La otra cara del sujeto moderno

  • La galería Alarcón Criado muestra en una exposición de verdadera enjundia los nuevos trabajos de los hermanos MP & MP Rosado

Vista desde la entrada de la galería, la imagen colocada al fondo, justo en la pared opuesta, se antoja sólo la silueta plana de un cuerpo humano que recorta sus negros perfiles contra la cal del muro. Pero esta primera impresión pronto cambia. A medida que nos aproximamos a la figura va surgiendo la tercera dimensión hasta advertir finalmente el volumen de la cabeza, reclinada sobre la pared.

La obra interesa aun desde un punto de vista puramente formal: es una reflexión sobre la percepción y una leve ironía respecto a la historia del arte. El equívoco visual patentiza el papel que juegan los contrastes en la visión: una figura excesivamente contrastada respecto al fondo tiende a aplanarse. Por otra parte, la obra es un trampantojo a la inversa: frente los esfuerzos de la pintura tradicional por lograr en el plano la ilusoria tercera dimensión, aquí la escultura oculta a primera vista su volumen.

Pero MP & MP Rosado (San Fernando, Cádiz, 1971) no se quedan en paradojas formales. La imagen tiene un contenido: recordar las luces y sombras del sujeto moderno. Con la Ilustración y las revoluciones liberales comenzó el largo ocaso del autoritarismo político y el dogmatismo religioso. Nació un sujeto libre, a quien se le reconocía capacidad para pensar y regirse por sí mismo, y actuar según sus convicciones. Son las ideas que inspiran las constituciones democráticas y las declaraciones de derechos, y en tal sentido deben ser defendidas a toda costa. Pero el sujeto moderno no carece de sombras: sus convicciones, por arraigadas que sean, no pueden ignorar el pluralismo ni su libertad puede dañar la del otro. Por otra parte, ese mismo sujeto moderno nace a la vez que el mercado y se ve envuelto en los perjuicios de la lógica de la desigualdad que el Estado moderno nunca se esforzó demasiado en combatir. Hay aún algo más: al individuo moderno deben reconocérsele sus derechos y garantizársele la equidad, pero tales garantías y reconocimientos no lo liberan de contradicciones y debilidades más íntimas. Es la otra cara del sujeto. No la descubrió el postmodernismo: hace más de un siglo, Wedekind, en Lulú (obra primero prohibida y retomada después por los más diversos autores), enunciaba la tensión entre el sesudo y civilizado yo racional, y ese otro yo agitado por la pasión y el deseo. Ya entonces cabía reiterar la afirmación de Rimbaud, yo es otro. En ese sentido la ambigüedad visual de la escultura de los Rosado, el intenso grafito que la convierte en sombra y la materialidad que sugiere la breve estela de carbón a sus pies, es una fértil metáfora de un yo que debe elegir entre un afán de firmeza y seguridad (que puede llevarlo al autoritarismo) y una atención sensible a cuanto ocurre dentro y fuera de él, con riesgo, en este caso, de división esquizoide.

Secundan la escultura unas pequeñas vistas de Sevilla. Cabría llamarlas imágenes del sueño porque, como en ciertas obras de De Chirico, los enclaves están casi desiertos y las perspectivas son contradictorias. Pero hay algo más: es fácil reconocer los edificios, pero estos se han tomado de lugares diversos y distantes entre sí para reunirlos en el mismo cuadro. Estos fragmentos de ciudad se han pintado además sobre trozos de lienzo que, a modo de collage, se incorporan al cuadro. Las imágenes del sueño pasan a ser entonces figuras de la memoria del paseante, de ese yo débil que intenta sin éxito hacer su vida al margen de la disciplina del mapa y de los caminos reglados. La idea se fortalece al aparecer en cada paisaje un monumento (reconocible pero también fuera de su sitio habitual). Se alude así al llamado arte público, ese afán del Estado moderno y las grandes instituciones de negocios, empeñados en sembrar en la ciudad figuras y edificios que son alternativamente rasgos de poder e intentos de establecer una memoria urbana uniforme al margen del acontecer real de cada día y de los mundos individuales.

La reflexión se completa con unas piezas de escayola, esculturas de suelo, que reproducen carpetas. Son esos artilugios donde los niños guardan deberes y tesoros, y los adultos llenamos de papeles: propiedades e hipotecas, contratos y nóminas, datos fiscales, informes médicos, certificados del registro civil. Son nuestras huellas: frías y burocráticas, sí, pero al cabo, las más fiables para fijar nuestra identidad pública, que es el interés del Estado y de la empresa.

La muestra tiene en verdad enjundia y a la extensa divagación sobre el sujeto moderno los autores añaden una pieza, entre el bodegón y el ready-made, y una proyección de diapositivas. Las dos sugieren que la tarea de hacer arte no corresponde a genios, sino a individuos que se deciden a pensar y discutir, se esfuerzan en trabajar y se arriesgan a exponer. Llamarles creadores casi suena a insulto.

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