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Las caras ocultas de la imagen

  • Alarcón Criado cierra su temporada con una serie de obras del colombiano Bernardo Ortiz realizadas en pastel, grafito y carboncillo sobre lino

En 1550, en plena disputa familiar por la sucesión en la corona imperial, Carlos V conversó largamente con Tiziano sobre un peculiar encargo. De ahí surge La Gloria, pieza monumental (346 x 240 cm.) conservada en el Museo del Prado. El cuadro, espectacular aunque desigual, presenta una orla de personajes bíblicos presididos por la Trinidad, ante la que ocupa lugar destacado María de Nazaret. A la derecha, completando la gran orla, Carlos V, Isabel de Portugal (fallecida tiempo atrás), Felipe II y las hermanas del emperador, todos en actitud orante y envueltos en delicadas túnicas.

Es un cuadro discutido. La fecha del encargo y el hecho de incorporar sólo a los Habsburgos fieles a Carlos V hacen pensar en un alegato en favor del Imperio o Monarquía Universal, esto es, la fundada en una sola fe. Fernando y su hijo Maximiliano, hermano y sobrino de Carlos, quedan fuera del cuadro y de la corte celestial. Ambos, que disputan la corona imperial a Felipe II, son partidarios de dialogar con los príncipes luteranos y tolerar la Reforma. Con ello, la idea de Monarquía Universal se desvanece.

Las piezas no buscan significar, sino producir: despertar la sensibilidad básica del espectador

Desde esa perspectiva, es éste un cuadro estrictamente político. Pero cuando Carlos V se retira a Yuste, en 1556, hace llevar hasta allí el gran lienzo, ante el que pasa tanto tiempo que los médicos creen que dañará su salud. El cuadro cobra así nuevo sentido. De manifiesto político pasa a meditación sobre la muerte: no parece casual que la obra empiece a conocerse entonces como El Juicio Final.

Dos lecturas. Las dos potentes. Por eso llama la atención que, como señala Panofsky, Tiziano, para dar forma a tal(es) idea(s) recurriera a un esquema medieval (que engasta temas de Agustín, Dante y Petrarca), poniendo al día las figuras y dándole brillantez veneciana.

Este tipo de procesos en los que ideas y formas parecen ir separadas, cada una por su lado, es lo que inquieta al arte moderno y más aún al contemporáneo. Para el arte moderno, recurrir a géneros o fórmulas tradicionales, o tiene intención poética (o irónica) o carece de sentido. El arte contemporáneo (el que se hace a partir de los años 60) va más lejos: la idea es central, tiene sus exigencias y no puede vestirse con ropajes ajenos.

Tan exigente posición se relaciona estrechamente con el auge de la cultura de la imagen de masas. No es difícil construir imágenes persuasivas que la industria cultural llevará a la prensa, la red, la televisión, el cine o la valla publicitaria. Basta manejar con destreza ciertos parámetros de un programa de imagen. De ahí la obra, desconcertante a primera vista, de Bernardo Ortiz (Cali, Colombia, 1972): ¿qué sentido tienen las cifras, letras y sinusoides que forman sus apretados renglones? No es más que la cara oculta de uno de esos programas de imagen. Caído en desuso por la evolución de los dispositivos tecnológicos, su única apariencia es el andamiaje, antes oculto, que permitía el lustre de la imagen. Ortiz saca a la luz la complicada combinatoria que era su esqueleto.

Es pues un trabajo crítico. Puede, sin embargo, tener otro alcance: la desnudez del programa obsoleto hace pensar en la complicada aventura del arte: ¿no persigue el artista el encuentro con algo que dé que pensar entre las múltiples combinaciones de luces, colores y formas, palabras, imágenes y sonidos, con las que tropieza cada día? Entre las cifras de las piezas de Ortiz puede leerse alguna frase con sentido. Es el hallazgo inopinado, como el del peregrino de la Biblioteca de Babel que en una página de sus incontables libros alcanzó a leer "¡Oh tiempo, tus pirámides!". El arte está más cerca de quienes recorren la gran combinatoria del Universo (que otros llaman la biblioteca), esperando un encuentro afortunado, que de los hábiles administradores de programas de imagen, fórmulas verbales o recetas de éxito seguro.

Este acercamiento a la idea de arte que propicia Bernardo Ortiz con la impresión de los algoritmos de un programa ya obsoleto es coherente con sus pequeñas, sencillas piezas expuestas en el recinto del fondo de la galería.

Alcance distinto tienen las piezas cuadradas colgadas en la pared de la izquierda de la sala. Ayudado de una regla, el autor ha trazado líneas sucesivas (grafito, carbón y pastel), sobre lino pegado en madera. Es otra cara oculta de la imagen: no es el algoritmo sino quizá su polo opuesto: la materia. Algo que llega a los ojos, al tacto y al sentido del ritmo, algo que toca la carne. Ortiz lleva aquí la imagen a su dimensión básica. Sus piezas no buscan significar. Quieren producir: despertar la sensibilidad básica del espectador, recordarle que es un cuerpo entre los cuerpos. Sin duda podemos dar la palabra a la materia y sacarla de su mutismo. Pero eso sólo ocurre si dejamos que la materia toque nuestra carne.

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