arte

Un cultivador de formas

  • Enrique Quevedo indaga en el ritmo en su exposición en La Caja China

  • El artista gaditano hace vibrar el papel con su apuesta por la línea, apenas tocada por el color, y la geometría

Los trabajos de Enrique Quevedo (Chiclana, Cádiz, 1967) despiertan de inmediato dos ideas: el valor del dibujo y la importancia del trabajo analítico.

Escribió Francisco de Holanda, allá por 1551, que quien sabe dibujar bien, aunque sea una mano o un pie, sabrá pintar todas las cosas. El dibujo no es sólo cuestión de destreza o habilidad. Es una actividad mental por la que el autor transforma el blanco del papel con los trazos precisos para desvelar algo que hasta entonces estaba oculto. El dibujo hace justicia a la sinonimia entre trazo y rasgo: el trazo, en efecto, rasga el plano para mostrar un aspecto del mundo que hasta entonces permanecía en la sombra. El dibujo se acerca en ese sentido a la escultura de la que Miguel Ángel decía que era el arte de sustraer y quitar materia para sacar a la luz cuanto la piedra guardaba en su interior. Pero en las obras de Quevedo, el dibujo parece acercarse más a la música: al atrevimiento del músico que idea un tema tan sencillo como el del andante grazioso de la sonata número 11 de Mozart y con él hace vibrar el aire, mostrando la armonía que ocultaba y haciendo presente el tiempo. Quevedo por su parte con un medio tan sencillo como la línea, apenas tocada por el color, hace vibrar el papel y establece espacios hasta entonces inexistentes.

En las propuestas de Quevedo, el dibujo parece acercarse más a la música

La comparación con la música es además apropiada aquí, porque tanto en la obra de Mozart como en el concienzudo trabajo de Quevedo el análisis juega un papel decisivo. En ese primer movimiento de la sonata de Mozart, el tema, una vez enunciado, va desarrollándose a través de sucesivas variaciones. El oído (o ese sentido dinámico que nos hace percibir el movimiento) quizá considera al principio esas alteraciones como un entretenimiento elegante pero cuando se advierte que las variaciones van paso a paso componiendo una totalidad casi matemática, es preciso recurrir al pensamiento y agradecemos a los medios mecánicos de reproducción la posibilidad de volver a oír la misma obra de otro modo, esto es, pensándola. De manera análoga, el trabajo de Quevedo puede atraer inicialmente a la mirada entretenida que busca correspondencias, formas complementarias o trazados ingeniosos, pero poco a poco, los firmes dibujos, tal vez por su propio silencio y porque huyen de la búsqueda de todo efecto fácil y lo evitan, terminan por convocar al pensamiento e inducen al espectador a discurrir de nuevo por la muestra.

La condición analítica de las piezas de Quevedo se muestra sobre todo en la capacidad constructiva y en las texturas. La línea al alternar, con cuidadosa disciplina, su leve mancha con el blanco del papel muestra cómo puede generar círculos, o construir en el paralelogramo del papel seis triángulos, dos equíláteros y cuatro rectángulos. Un trabajo constructivo que se relaciona estrechamente con la abstracción europea de entreguerras, en especial con el constructivismo ruso por su ascética búsqueda de rigor. Pero también despiertan la memoria de la psicología de la escuela de la Gestalt: mostraron con sus trabajos que percibimos por totalidades y que las formas significativas (por ser recurrentes en en nuestra cultura) tienden a organizar los trazos que se antojaban dispersos. No es casual el cultivo que hace Quevedo de círculos, cuadrados y triángulos, formándolos desde variadas estrategias: son formas que han ahormado nuestra percepción desde que éramos niños.

Mención aparte merecen las texturas, esto es los juegos de llenos y vacíos, zonas saturadas de trazos y otras ligeras, casi vacías, que generan las acumulaciones de líneas y/o colores, o sus repentinas ausencias. Un cruce de líneas horizontales y oblicuas puede construir un espacio que se antoja lleno y denso, y a su lado, la desaparición de una sola de esas líneas hace que el campo se aligere y a veces casi se desvanezca. También este tipo de trabajos hace pensar en la escuela de la Gestalt porque un simple juego de líneas que convergen hasta tocarse para separarse después de inmediato produce una sensación dinámica: el campo perceptivo es en ese caso, como pretendía la escuela de la Gestalt, un campo de fuerzas, análogo al que produce la electricidad, el magnetismo o la gravedad.

Todo esto señala a un protagonista de las obras de Quevedo que hasta ahora no he mencionado: el ritmo. Nuestra cultura llena de sonsonetes fáciles, imágenes que dicen impactantes y neones oscilantes puede que esté perdiendo la noción del ritmo. Me refiero al ritmo que cruza un endecasílabo, al que ahorma las narraciones de Borges o al que, en Las hilanderas, lleva poco a poco la mirada de las mujeres del primer plano hasta las diosas del tapiz, al fondo. Ese ritmo, se ha dicho, es el tiempo interior a la forma, el que cada forma logra construir por sí misma. Si Quevedo logra restaurar ese antiguo legado del arte, bienvenidas sean sus obras.

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