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Arte

Dos décadas que transformaron la pintura

  • El Guggenheim de Bilbao explora el papel de París como capital de las vanguardias en la primera mitad del siglo XX.

Abre la muestra Le Moulin de la Galette, el primer cuadro que pintó Picasso en París. Apenas contaba 19 años. Atrás quedan las discusiones con Muñoz Degrain, por las que dejó la Academia de San Fernando en Madrid, y las tertulias de Els quatre gats en Barcelona, ciudad que, solía decir, empezaba a aburrirle. Permanece la amistad con Isidre Nonell que le deja su estudio en Montparnasse aunque su admiración por el pintor catalán se ha trasladado poco a poco a Toulouse-Lautrec. Picasso lo busca en la Butte de Montmartre, pero Lautrec hace un año que dejó París (tras una grave crisis de alcoholismo). Sus huellas sí se advierten en el lienzo de Picasso aunque transformadas. Las figuras tienen el aire nocturno, entre crápula y elegante, del pintor del midi, pero el cuadro abunda en materia pictórica que forma tanto la transparencia de los vidrios, abajo a la izquierda, como el suave reflejo, arriba, de las luces. La mirada sensible a la pintura no sabe con qué quedarse: duda, sin decidirse, entre el ácido atractivo de las figuras y la sensualidad del óleo, insospechado laberinto de colores y ritmos.

La exposición es de hecho un homenaje a la pintura. La selección de obras de la colección Guggenheim busca ofrecer un panorama eficaz de las vanguardias históricas en París durante la primera mitad del siglo XX. De ahí, los bodegones de Braque (1909), verticales y alargados en exceso para asegurar la descomposición eficaz del piano y la mandolina, y el de Picasso, Garrafa, jarra y frutero, del mismo año, pero más preocupado por asegurar la presencia de los objetos. En esos cuadros, como en los que ambos autores usan nuevos recursos (como las letras estarcidas), los matices se multiplican y logran que el cuadro, reducido conscientemente a mera superficie, vibre de luz y color. Es el momento en el que el arte, como señala Jacques Ranciére, culmina una larga evolución que resta importancia al tema del cuadro para subrayar el gesto del pintor y el vigor de la materia pictórica. El saber acumulado de cuatro siglos de pintura se traduce ahora en una sostenida exploración de la propia pintura, como atestiguan las piezas casi experimentales de Léger y resume un pequeño bodegón de Juan Gris (46 x 37,8 cm), Periódico y frutero, donde el rosa y el amarillo se antojan la dominante de una pieza musical.

Esta indagación se prolonga en los dos lienzos de Mondrian expuestos, El bodegón del frasco de jengibre y Cuadro n. 2/Composición VII, en los que el autor, que acaba de cumplir los cuarenta años, comienza una nueva búsqueda de las posibilidades de la pintura después de una reveladora estancia en París. Mientras, en los mismos años, Robert Delaunay reflexiona sobre el paisaje urbano sirviéndose de dos mitos y dos actitudes. El primer mito es la ventana: fue símbolo del cuadro y vehículo de un paraje natural ilusorio, pero Delaunay la convierte en signo de la incesante actividad de la ciudad y en invitación, no a contemplar las calles, sino a sumergirse en ellas. El segundo mito es la arquitectura, en este caso la Torre Eiffel, que en vez de levantarse ante los ojos admirados del turista, se quiebra de mil maneras al paso urgente, cadencioso o agobiado, del habitante de la ciudad.

Junto al medido entusiasmo de la tradición cubista, la sensualidad de otras direcciones con una presencia menos sistemática en la exposición: un único cuadro de Matisse, La Italiana, el Gran desnudo de Frantisek Kupka, El soldado que bebe de Chagall (las tres obras son anteriores a 1914) y un espectacular Miró, Paisaje (La liebre) (1927), cuyos campos de color hacen pensar en la influencia que el autor catalán tuvo en los pintores de la Escuela de Nueva York, en los años cuarenta.

No faltan destacadas esculturas: indagaciones espaciales de Arp, potentes piezas de madera de Brancusi y una loba romana en alambre (Rómulo y Remo incluidos) de Alexander Calder. Pero la muestra es sobre todo una larga reflexión sobre la pintura. Durante muchos, muchos años naturalistas y académicos fruncían el ceño o alzaban los hombros ante estos autores que en menos de dos décadas revolucionaron la pintura. Viendo sus obras con detenimiento se advierte con qué intensidad habían mirado la tradición, hasta qué punto habían analizado su lenguaje y con qué osadía lo habían convertido en algo nuevo. Porque sus cuadros no narran, no describen, no son un desahogo de su subjetividad, no son un alegato de protesta ni pretenden demostrar nada. Muestran sencillamente cuál es la fuerza de lo sensible. Por eso se dirigen a la vista, al tacto, al sentido del ritmo para recordarnos que el arte no necesita coartada porque despierta, sin precisar justificación, un modo, frecuentemente olvidado, de vivir y comportarse como seres humanos.

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