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Cultura

El dominio de la espina dorsal

Eva Yerbabuena Ballet Flamenco. Baile: Eva Yerbabuena, Mercedes de Córdoba, Irene Lozano, Fernando Jiménez, Eduardo Guerrero. Guitarra: Paco Jarana, Manuel de la Luz. Cante: El Extremeño, Pepe de Pura, José Valencia, Jeromo Segura. Percusión: El Pájaro, Raúl Domínguez. Música: Paco Jarana. Coreografía y dirección: Eva Yerbabuena. Lugar: Teatro de la Maestranza. Fecha: Domingo, 21 de febrero. Aforo: Lleno.

El telón que divide la escena es una metáfora perfecta, por supesto que totalmente inconsciente, de la polaridad no resuelta que palpita en éste y en la mayoría de los espectáculos de una intérprete tan maravillosa como desconcertante. Al principio los guitarristas y cantaores son invisibles porque la tela es opaco ladrillo. Poco a poco vamos percibiendo sus sombras, sus figuras. Al final de la obra pasan al otro lado. Por supuesto que el cante y la guitarra simbolizan el flamenco de tradición. Lo que ocurre a este lado del escenario durante una hora es el intento, fallido a mi parecer, de un teatro flamenco honesto. Cuando los músicos pasan al otro lado nos olvidamos del corazón de Europa y es el cante, la rueda de acordes de guitarra, la Yerbabuena, la soleá, lo que ocupa todo. La soleá salva y hunde el espectáculo. Supongo que la propia intérprete estará un poco harta de este tópico de la soleá, como estamos muchos de los escpectadores que tenemos el privilegio de compartir nuestra opinión con el público. Sólo que se trata de un tópico tan real, tan francamente carnal, que nos desarma a todos, incluyendo a la bailaora.

Lo que digo es que siempre que me siento a contemplar una obra de Yerbabuena voy abierto a recibir lo que su inquietud artística tiene a bien ofrecernos. Percibo, trato de comprender, las intenciones debajo de algunos efectismos que desde luego no necesita una creadora tan grande. Veo la lucha y anoto las tensiones de una dramaturgia no resuelta. Veo el trabajo corporal y la honestidad de mostrarlo en el silencio, y anoto la necesidad de un trabajo de puesta en escena más minucioso. Escucho las letras tradicionales y me doy cuenta de que las necesidades expresivas de nuestra bailaora exigirían nuevas creaciones musicales para la voz y, sobre todo, nuevas letras en que volcar sus inquietudes, que ayuden a comprender, a percibir. Que redondeen la obra, que traten de crubrir sus evidentes aristas.

Pero luego hace acto de presencia la soleá y todo ello carece de sentido. ¡Qué más me da los progresos que haya hecho Yerbabuena en un lenguaje que no es el suyo si en el flamenco es capaz, no ya de tamaña elocuencia, sino de otra cosa! La elocuencia está al alcance de muchos. De tan otra cosa se trata que los intentos de seducir mediante el ingenio, aunque ingenuo, mediante el drama, aunque tosco, casi resultan enternecedores. Yerbabuena puede reescribir desde La Iliada hasta el Ulises con sus brazos, con sus tacones. Puede ir y volver a la cueva de Altamira, atravesando toda la historia y el arte contemporáneo, con su cadera. Puede inventar las leyes de la armonía para luego internarse en la dodecafonía, el free jazz o la atonalidad con sus hombros. El arte flamenco nace desprovisto de argumento. Va directo a las emociones. Por eso es la más contemporánea de las artes. Cuando lo han disfrazado de costumbrismo ha sido para ocultar su realidad física, corporal, tan al margen de la norma escénica contemporánea. Cuando se inicia la soleá surge el temblor en la espina dorsal. Más allá del concepto o del sentimentalismo. Eso está al alcance de muy pocos artistas, de cualquier disciplina. Y eso es tan grande que lo que hay al otro lado del telón, el teatro danza, carece de pertinencia alguna.

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