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Crítica de Cine

El duelo luminoso

Laia Artigas, estupenda en su caracterización de la niña Frida.

Laia Artigas, estupenda en su caracterización de la niña Frida. / d.s.

Avalada por su cosecha de grandes premios (Berlín, Málaga) y por la aclamación casi unánime de la crítica, a excepción de algunas torticeras y erradas interpretaciones en clave político-nacionalista (las mismas que, por cierto, han limitado la circulación de esta película en su versión original en catalán), Verano 1993 desembarca en el siempre difícil puerto de la cartelera de estrenos para desplegar su impresionismo a ras de infancia a propósito del particular proceso de duelo y desbloqueo emocional de una niña que se traslada a vivir al campo con sus tíos tras la muerte de la madre.

A partir de los recuerdos y vivencias autobiográficas, Carla Simón aspira a transmutar su propia memoria en la mirada y la puesta en escena atmosférica de un filme que busca narrar desde la observación y lo sensorial, a saber, desde el punto de vista atribulado y confuso de esa niña Frida (estupenda Laia Artigas) y desde el despliegue lumínico, táctil y sonoro de uno de esos veranos rurales que pertenecen más al ámbito de la nostalgia y el tiempo suspendido que al de las acciones.

La película va desgajando así muchos asuntos cruciales de la infancia desde la mirada, la distancia, la sugerencia y el ocultamiento, intentando construir, una veces con más sutileza que otras (sobran algunas frases y algún aspaviento), ese universo a escala en el que el mundo adulto es siempre secundario y en el que los gestos, los juegos y los interrogantes son más importantes que las palabras, las explicaciones y los razonamientos.

Verano 1993 busca unirse a la liga de los grandes títulos de nuestro cine sobre la infancia desde un naturalismo que no siempre encuentra ese camino del mito y la fábula de aquellas El espíritu de la colmena o Cría cuervos con las que los más entusiastas han querido ver una filiación. Simón no llega a hilar tan fino (tiene tiempo y trayectoria para hacerlo), se deja algunos borrones en el lienzo y apenas se aparta de su justa distancia de observación, suficiente en todo caso para ir construyendo el misterioso mundo interior de la niña y para que afloren de manera natural esas zonas de sombra e instintos elementales (los celos, la suplantación, el deseo de afecto y pertenencia a un clan, la amenaza de la muerte) que han convivido siempre con el periodo más luminoso y feliz de la vida.

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