Crítica de Cine

¡Qué felices son los viejos pobres!

Supongo que el crecimiento de la esperanza de vida más la tontería contemporánea es la causa de que se multipliquen las comedias sobre segundas (o terceras, o cuartas…) oportunidades, amores otoñales vividos como si fueran primaverales, corazones jóvenes en cuerpos ancianos, nunca es tarde para empezar de nuevo, hoy es el primer día del resto de mi vida y toda esa monserga que Frank Sinatra despachó admirablemente en los tres minutos de Young at heart ("Los cuentos de hadas pueden hacerse realidad, te puede pasar si eres joven de corazón"). Nada nuevo.

Pero Sinatra grabó su canción en 1953 y más de medio siglo después ser joven de corazón no solo significa ilusionarse, enamorarse o disfrutar con cierto sosiego del momento sino confundir el ridículo con la liberación de prejuicios, la pobreza con la libertad, la vulgaridad con una feliz espontaneidad, la agitación con la diversión y el ruido -de músicas o de palabras- como expresión y a la vez condición de la felicidad.

El veterano y mediocre Richard Loncraine -de quien solo se recuerda una buena película televisiva sobre Churchill con una extraordinaria interpretación de Albert Finney muy bien secundado por Vanessa Redgrave y una estrambótica y mal envejecida versión de Ricardo III- parece haberse especializado en estas comedias para mayores de sesenta años. Tras Ático sin ascensor plantea una trama que parece una versión cutre de Blue Jasmine de Allen: tras descubrir la infidelidad de su rico, elegante e influyente marido una señora de clase alta se refugia en casa de su hermana, naturalmente de clase baja, bajísima. El primer mensaje, muy del universo Paco Martínez Soria o Cantinflas, es que los que de verdad son inteligentes, buenas personas y felices son los pobres. Allí se irá aclimatando poco a poco hasta que el baile de salón y un amor más pasado que maduro le devuelvan la felicidad de vivir. O incluso se la descubran, como si su opulenta vida anterior hubiera sido un horror. El segundo mensaje, sintetizado en dos frases antológicas, es que una cosa es tenerle miedo a la muerte y otra tenérselo a la vida, y que no tener miedo al ridículo es un privilegio de la vejez.

Con estos mimbres pueden ustedes imaginarse el canasto entre vulgar, cursi, sentimentaloide y oportunista que se trenza. Lástima de magnifico reparto (para ellos la estrella solitaria) desperdiciado en este mamarracho impúdico.

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