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La hendidura del tiempo

  • El historiador británico Peter Burke analiza cómo el Renacimiento inició una mirada al pasado basada en el rigor científico y el respeto a la cronología.

El sentido del pasado en el Renacimiento. Peter Burke. Trad. Sandra Chaparro Martínez. Akal. Madrid, 2016. 208 págs. 18 euros.

De entre los acontecimientos que precipitan o acompañan la llegada del mundo moderno, el descubrimiento de la Historia -de la Historia tal y como hoy la concebimos-, es quizá el menos conocido. Panofsky relacionó oportunamente esta nueva perspectiva temporal con el hallazgo de la perspectiva pictórica, formulada por Filippo Brunelleschi. Y Erich Fromm recordaba, en imagen memorable, que los relojes de Nuremberg sólo comenzaron a dar los cuartos a principios del siglo XVI. Sin embargo, dada la magnitud de tal suceso, una visión anecdótica o parcial resultaría insuficiente, y debe ser el análisis historiográfico, como el que ofrece Burke aquí, el que clarifique una revolución -pues de una revolución se trata-, de la que somos sus inmediatos herederos y tributarios.

Según Burke, el sentido de la Historia, la percepción del pasado, la propia temporalidad del tiempo, varían sustancialmente en entre los siglos XIV y XVI. De este cambio se derivaría una nueva forma de acercarse a los hechos que, para el hombre del medievo, resulta inconcebible. Pero resulta inconcebible no porque no existieran crónicas y libros de Historia en la Edad Media, sino porque el modo en que se narran los sucesos prescinde voluntariamente de lo que hoy llamaríamos verosimilitud y rigor científico. Para el hombre del medievo la Historia es un continuo en el que Carlomagno y César son émulos y compañeros en la flor de la caballería. Por los mismos motivos, los hechos de las Escrituras se darán en ese tiempo sin tiempo de los mitos. Para Spinoza, sin embargo, y para toda la historiografía posterior, la Biblia será sólo un documento histórico. Un documento de primer orden, si se quiere; pero documento al cabo y obra de los hombres. ¿Qué ha ocurrido, pues, para que la percepción del pasado se deslice desde la acogedora, desde la promiscua intemporalidad del mito a la minuciosa cronología moderna? Burke advierte un primer cambio en la figura de Petrarca y su admiración por la Antigüedad pagana. Porque son, en efecto, el redescubrimiento de la cultura clásica, junto a la emulación de historiadores como Heródoto y Tito Livio, los que propician, en definitiva, tanto un mayor respeto a la cronología y los hechos, como la súbita conciencia de que la Antigüedad es antigua. Vale decir, irrecuperable, nebulosa, sumida en una profundidad histórica.

Se da así la circunstancia, paradójica en apariencia, de que la admiración por el mundo clásico fue lo que reveló al hombre del Renacimiento la enorme distancia que lo separaba de su objeto de admiración. Si a ello le añadimos el nuevo modo en que el Renacimiento observa y analiza la Naturaleza, comprenderemos que la labor histórica del mundo moderno era una subespecie de la ciencia, adornada con sus mismas virturdes: la exactitud, el distanciamiento, la veracidad, unidos al análisis de las causas. Solo más tarde, en el XVIII, los historiadores tendrán en cuenta el clima, la cultura, el idioma, la religión y cuantos factores hoy se consideran determinantes de los acontecimientos históricos. No en vano, Gianbattista Vico, que fue junto a Herder el padre de esta nueva concepción del pasado, llamará a su método la Ciencia Nueva. Un método que daría pie a la historiografía romántica del XIX, y del que es fácil calcular sus implicaciones.

Quedan por explicar, en cualquier caso, las causas de aquel interés por la Antigüedad del Renacimiento, así como ese nuevo aislamiento en el que el hombre se situó para escrutar objetivamente la Naturaleza y el Pasado, el espacio y el tiempo. Por el propio objeto de estas páginas, Burke sólo apunta sumariamente dichas causas. Causas que el gran historiador de la Cultura analiza con mayor detención en su obra El Renacimiento, y entre las que se incluyen el auge de las ciudades-estado, la Reforma, la imprenta, el descubrimiento de América, la caída de Constantinopla, el Saco de Roma y otro número de sucesos del que saldrá, trémulo y sobrecogido, el hombre moderno. Un hombre que, como recuerda Burckhardt y Burke repite, no es sólo ya un súbdito, un fiel, un miembro de la gleba. Se trata, nada menos, que de un individuo. De dicha individualidad se derivará, necesariamente, un concepto agónico del tiempo. Se derivará una temporalidad, una historicidad y, en suma, un modo profundo y lejano de contemplar a quienes le precedieron en otra hora del mundo.

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