Cultura

El inquietante orden de las instituciones

  • El sevillano Norberto Gil muestra en Birimbao sus últimos trabajos, una interesante serie que extrae su poética de la enigmática soledad de los espacios desprovistos de personas y anécdotas

Aunque su acepción más reconocida es avieso, malintencionado, maligno o, sencillamente, malo, el término siniestro apunta algo más lejos. Lo siniestro es aquello que siendo familiar, doméstico y cercano, es a la vez amenazante, tanto que puede aniquilar, y esto debe entenderse en el sentido más fuerte de la palabra, es decir, reducir a la nada.

Esta noción de lo siniestro, empleada por escritores románticos como E. T. A. Hoffmann, la desarrolló con eficacia Freud, quizá porque se relaciona estrechamente con la sociedad moderna. No parece casual que el texto que generalizó la leyenda de Drácula se publicara en 1892 y que por esos mismos años apareciera el mito de la mujer fatal. Bajo los trazos racionales, medidos y equilibrados de la sociedad moderna parecen alentar los rasgos del desorden y el desastre. Los estudios aparecidos este año al calor del centenario de la Guerra de 1914 apuntan a ese fondo inquietante: respetables personajes, instalados en ceremoniosas cortes o respetables despachos enviaron a la muerte a más de ocho millones de personas.

Freud asoció lo siniestro, como he señalado más arriba, a lo doméstico, pero a lo largo de los casi cien años transcurridos desde aquel célebre ensayo, la amenaza de lo siniestro que sobrepasa el límite de la aniquilación parece haberse desplazado a ámbitos más generales, como los de las instituciones. Este inquietante deslizamiento tiene que ver, en primer lugar, con nuestra mayor dependencia de las instituciones: una parte importante de la vida (ahorros, pensiones, posibilidades de promoción, empleo) se ha depositado un ellas. Pero al mismo tiempo -y esta es la segunda razón- las instituciones se han hecho cada vez más opacas, menos transparentes. De ahí que los ordenados espacios racionales característicos de las sedes de las instituciones aparezcan cargados de inquietud porque las decisiones que en ellos se toman pueden tener y a veces tienen consecuencias nada alentadoras.

Todo esto viene a propósito de las obras que componen la muestra de Norberto Gil (Sevilla, 1975). Exactos planos, definidos por colores frecuentemente puros, conforman espacios de precisa geometría que remiten a la arquitectura tradicional japonesa, y diseñan interiores de los que cualquier capricho o veleidad han sido expulsados y casi exorcizados. Esta serenidad, sin embargo, contrasta con el imperturbable vacío que reina en tales espacios. Tal vez sea ese contraste el que les confiera carácter inhóspito.

Cobran así las obras un doble atractivo. Gil es un autor avezado en temas de diseño y conocedor de la arquitectura. En su muestra anterior dejó constancia de su admiración por Richard Neutra. Pero también es un pintor que posee una especial sensibilidad a la luz. En ocasiones un trabajo con luminosidad radiante recuerda a la poética (no a la pintura) de Edward Hopper. Así ocurre por ejemplo en Tarde. Otras veces, la luz es más calma: aliada con la sombra (valor característico del arte japonés) se remansa en planos sosegados donde la luz viene dada por el mismo color, como puede apreciarse en Mesa verde o Habitación principal. Estos últimos cuadros recuerdan a las obras del llamado arte objetivo, desarrollado en Europa, en el período de entreguerras. Esta alianza entre luz (y sombra), y color y geometría, es el primer atractivo, o mejor, el primer valor de sus obras.

Pero junto a este atractivo, en el que el pintor ha sabido sacar las mejores conclusiones de los valores del diseño, aparece el de la enigmática soledad de sus espacios desprovistos de personas y de anécdotas. Justamente por eso hacen despuntar la inquietud. La cultura moderna pretendió llevar sus juicios ante el tribunal de la razón, pero si al hacerlo olvida o pasa por alto nuestra índole corporal, nuestra condición sensible y nuestra capacidad de desear, el resultado es la barbarie. No es nada nuevo: lo apuntó Schiller y lo reiteró Adorno. Hoy cuando a determinados problemas se les dan soluciones, que aparecen cargadas de razón, pero generan con meridiana claridad sufrimiento, las instituciones que las promueven son más temibles que acogedoras. Tal vez la inquietud que se desprende de estas obras de Norberto Gil tenga que ver con esa temible voluntad de dominio que sospechamos agazapada bajo los limpios rasgos de la razón calculadora.

Entre la obra expuesta hay una pieza que parece escapar de esta secuencia que señala qué disonancia puede ocultarse bajo la pretendida armonía. El cuadro, Panel de papel, no está en la sala sino en la trastienda de la galería, y destaca por su placentera limpidez. Mediante una curiosa inversión las sombras de brillante amarillo se proyectan sobre el plano oliva de un supuesto interior que en este caso no está vacío: lo llena la mirada del espectador.

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