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La irradiación del mal

  • Jonathan Lee dramatiza el atentado perpetrado por el IRA en octubre de 1984 en el Grand Hotel de Brighton

Fotografía del Grand Hotel de Brighton tras estallar los explosivos colocados en la habitación 629.

Fotografía del Grand Hotel de Brighton tras estallar los explosivos colocados en la habitación 629.

Es Hobsbawm, en su pequeño ensayo La barbarie: guía del usuario, quien recuerda que corresponde al IRA la invención de un tipo de violencia cuya efectividad, cuya naturaleza, se basa en un reparto indiscriminado del horror, que disemina entre la población la sombra de la aflicción, el estupor y el miedo. Dicho horror azaroso y masivo, luego conocido como terrorismo, tendría un precedente, digamos novelesco, en las fechorías aleatorias, de monstruosa brutalidad, perpetradas por un fantasma secular que se esconde tras el apodo de Jack the Ripper. La secuela inmediata, no obstante, tendrá ya un matiz estratégico, una utilidad militar, de pavorosa eficacia. Los asesinatos en el "frente interior", que se inauguran en la Guerra Civil española, no harán sino refinar los procedimientos que, en breve, distinguirán la hora más negra de la Humanidad: la II Guerra Mundial y sus millonarias matanzas de civiles, alentadas por Hitler y Stalin. Hay un momento, sin embargo, en que esa violencia gratuita es todavía inconcebible para la sociedad occidental. A ese momento preciso quiere retrotraerse Hobsbawn (él, que ha sido testigo de la profunda, de la imperdonable barbarie de su siglo), para destacar la espantosa novedad de estos crímenes. Y es a esa conciencia de lo abominable, a esa deliberada inhumanidad, a la que quiere prestarle atención esta novela de Jonathan Lee, bajo cuyo título se esconde la dramatización de un atentado del IRA, perpetrado en octubre de 1984 en el Grand Hotel de Brighton.

Dicho atentado iba dirigido contra la premier Margaret Thatcher, que asistía a la convención tori que se celebraba en Brighton. Debe decirse, sin embargo, que ninguno de los protagonistas de esta novela -salvo los personajes históricos- es real. Aún así, la veracidad de sus personajes aprovecha una falla de la realidad, que se evidenció durante el juicio que siguió al atentado. Según reveló la investigación posterior, es probable que hubiera un segundo terrorista (además del que resultó condenado), del que nunca se pudo demostrar su existencia. Lee especula con esta figura fantasmal para recrear dos mecanismos, dos procesos vitales contrapuestos: el mecanismo de enajenación por el que un joven irlandés se convierte en un heraldo del terror; y ese otro mecanismo, quizá más tedioso, pero más humano, por el que los hombres viven sin molestar en exceso a sus convecinos. Así pues, lo que dispone Lee en El gran salto es la convergencia de estos dos modos de existir, cuya colusión ha venido siempre tinta en sangre. Por un lado, el hermético idealismo de un electricista, que se incorpora al IRA para vengar afrentas familiares, y de otra parte, las modestas aspiraciones de los trabajadores del Grand Hotel, en una de cuyas habitaciones, la 629, el IRA instaló un explosivo con temporizador que finalmente no cumplirá su cometido: asesinar a Margaret Tatcher, para negociar la liberación de Irlanda del Norte con sus sucesores.

Al margen de esta narración en paralelo, destinada a establecer las distancias, los diferentes mundos que convergen en el terrorismo (la esfera alucinada y nítida del matarife, el mundo anodino, grisáceo, predecible, por el que transitan sus víctimas); al margen de esta estrategia comparativa, repito, obligada a encontrarse en el ominoso brillo de una explosión, la mayor destreza de Jonathan Lee quizá se halle en el modo en que el joven terrorista duda y se convence de cuanto hace. No se trata, pues, de una roma historia de fanatismo. O por decirlo de mejor manera, se trata de la intrahistoria de un fanático, y del archipiélago de temores y justificaciones que le bastan para continuar con su distinguida tarea. Cuando escribo estas líneas, acaban de suceder los crímenes de Barcelona y Cambrils, de forma que el lector no necesita de mayores explicaciones sobre la intención y el proceder del terrorismo. En El gran salto se subraya, no obstante, una disparidad crucial para entender dicho fenómeno de la modernidad: donde el matarife encuentra un lugar para la épica, el honor y el heroísmo, el común de los mortales (más mortales aún gracias a ellos), sólo adivinamos la abominable cobardía de unos necios.

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